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Capítulo 12. Jamie.

—Das pena.

Una mueca irónica fracturó mi expresión concentrada. Desplacé los ojos brevemente hacia la puerta de mi habitación. Billy estaba ahí, con los labios fruncidos en una mueca poco compasiva y las cejas hechas con hilo enarcadas.

—Con amigos como tú, ¿quién necesita enemigos?

Me dio tiempo a ver como ponía los ojos en blanco con una dosis excesiva de dramatismo antes de volver a centrarme en la pelota que lanzaba al aire. Estaba tumbado de espaldas en el suelo de mi cuarto, con la ropa aún húmeda por la llovizna. No me había cambiado desde que había llegado después del entrenamiento. Aún conservaba parte de la energía residual. El no haber quemado toda mi adrenalina solo iba a conseguir que tratase de subirme por las paredes, así que había optado por una salida más sana.

Iba contando los toques que le daba a la pelota.

Era un buen entrenamiento. Después de tantos años había desarrollado un tacto especial en los dedos y procuraba ejercitarlos todos los días. De lo contrario resultaba demasiado fácil torcérmelos y odiaba vendarlos. Además, era un gran impedimento como enfermero tener las manos lesionadas. De ahí mi cuidadosa rutina de resistencia y precisión.

Llevaba quinientos treinta y dos toques.

Procuraba controlar la trayectoria del balón. Variar la fuerza, la posición, el giro. Eran tareas muy simples que iban disipando mi atención, para evitar que se descarrilase. Seguía en aquella ventana temporal de tiempo en el que Maeve me había pedido contacto cero.

Si me despistaba, iba a teclear algún mensaje. Por la fuerza de la costumbre. Porque la echaba de menos todos los días.

—Tú no, desde luego —continuó, Billy, inclemente—. Tú te tienes a ti mismo.

—Esa frase es muy redundante.

—No me analizas sintácticamente las oraciones y céntrate en el significado. Y me retracto: más que pena, das asco. Esta habitación huele a muerto. A perro mojado —. Dio un vigoroso paso al interior, esquivó mis piernas y abrió de par en par la ventana—. Joder, ojalá dejase de llover algún día.

—Si no te gustaba la lluvia, te equivocaste de país al nacer.

—Encantador —presionó la punta de su pie descalzo entre mis costillas—. Termina de una vez con eso. Y date una ducha. Maeve te ha dejado, no es el fin del mundo.

—Maeve no me ha dejado —repliqué, por enésima vez.

Me sentía un poco ridículo, porque sonaba exactamente como si, en efecto, me hubiese dejado. Pero no era eso. Yo sabía que no era eso. No era simple ingenuidad. Conocía a Maeve. Si ella hubiese querido romper nuestra relación de manera definitiva, lo habría hecho. Sin paños calientes, sin aristas innecesarias.

Aquello era diferente.

Pero las sutilezas se le escapaban a Bill, que interceptó mi balón de vóley en el aire y se lo colocó a un lado de la cadera, como el arquetipo de madre enfurruñada. 

Crucé los brazos sobre el pecho, contrario a moverme. Sí que tenía que ducharme. Mi tren salía en un par de horas. Pero prefería estirar la molestia de Billy, solo un par de minutos más, en una venganza velada. 

—Los «descansos» son eufemismos de rupturas, Jamie. Te quiere como plan B, por si acaso no le sale bien eso de volver al mercado. Y tú vas a permitírselo. 

—Ah, cierto —sonreí, socarrón, sin que su comentario llegase a afectarme en lo más mínimo—. Había olvidado que eres un gurú de las relaciones sentimentales. Por eso no has tenido ninguna. No hay que mezclar trabajo y placer, por lo que tengo entendido. Un auténtico profesional. 

Donde duermen los trenesWhere stories live. Discover now