¿Está todo bien?

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28 de diciembre, mi séptima vez en ese tipo de reuniones donde empresarios elegían a su preferencia la "dama" que deseaban tener como acompañante esa noche. Aquella vez, el escenario escogido fue una exposición de fotografías urbanísticas en el hotel Interamericano, al norte de la ciudad. Hasta la fecha, con los 6 clientes que me habían tocado, había sido espectacular: buenas experiencias, muy atractivos y uno que otro con fetiches extraños, pero normal. Rubí y su equipo, me había entrenado para ello, aunque a mis 19 años, tampoco es que fuese una experta en el tema. Definitivamente, Rubí, y la gente que estaba por encima de ella administrando este negocio, tenían todo muy bien controlado, pero lo que no tenían controlado, fue lo que sucedió esa noche: sí, con Steven.

Pasadas las 10:30 de la noche, Rubí se me acercó y me dio instrucciones:

—Un poderoso empresario que es primera vez que asiste con nosotros, lleva horas viéndote y te ha elegido para esta noche —me dijo ella. La verdad, yo andaba ya preocupada de que nadie me hubiese elegido en la noche en la que, según yo, más linda había ido a ese tipo de espacios: llevaba un vestido rojo, sencillo, pero elegante, ajustado a mi cuerpo delgado, y con altura hasta debajo de las rodillas. Llevaba suelto mi cabello ondulado, y tenía un maquillaje que resaltaba mi tez morena y la ternura de mi cara. —Es él —añadió.

Y adivinen... Sí, era el licenciado Steven. El corazón me dio un brinco al instante. Se me secó la boca y por un momento sentí que todo me dio vueltas, sin embargo, me recompuse como pude y creí que no se había notado. Él no me reconoció. Eso fue un alivio, pero claramente yo sabía quién era él. Me sentía muy atraída por él y eso en lugar de favorecer las cosas, me hicieron sentirme más tensa.

—Habitación 402, Steven —le dijo sonriendo Rubí a él.

El asentó con la cabeza y me extendió su mano para que le diera la mía. La mía que estaba helada y sudorosa de lo nerviosa que estaba.

—¿Está todo bien? —preguntó con mi mano entre la suya.

—Todo en orden —contesté con un hilito de voz.

En un silencio ensordecedor, caminamos a la habitación que, para mi fortuna, quedaba en el mismo piso del salón de la exposición. Ninguno de los dos dijo palabra alguna, y, aunque tenía miedo de lo que fuese a suceder si un día nos cruzábamos en la oficina, me mentalicé de que ya estaba ahí, debía disfrutar, y, además, estaba con un hombre quien, evidentemente, me atraía.

Entramos a la habitación, con un piso divino en madera, luz cálida, paredes blancas, cama perfectamente tendida, un jacuzzi espumeante a la izquierda, una fuente de pared en color ocre, un espejo gigante empotrado, un aroma a lavanda y toallas por doquier. Estaba de lujo. No me había tocado una habitación así jamás. Había champaña en la cama; él sirvió para ambos y me ofreció la copa.

—¿Está todo bien...?

—Sofía. Ese es mi nombre —respondí antes de que él intentara adivinar mi nombre. —Y sí, está todo bien, perfectamente, aunque pudiera estar mejor si me das un beso —dije.

¡Qué! ¿Eso lo dije yo? Está bien que me dedicaba a esto, pero jamás había sido tan lanzada. Él sonrió y se abalanzó sobre mí. Me tomó por la cintura con su mano izquierda y con la derecha sostenía su copa. ¡Dios! ¡Qué beso! Después de unos segundos de la embestida, se separó suavemente de mí, bajó la intensidad de la luz con un potenciómetro ubicado en una de las paredes, a un punto donde todo se divisaba claramente, pero no podías observar detalles.

Sin decir una palabra, me giró para ponerme de espaldas a él. Me condujo hasta el borde de la cama, y estando ahí, deslizó los tirantes de mi vestido y con suavidad, me despojó de él descubriendo mi lencería negra, de encaje. Olió mi cuello e inspiró fuerte, y con su brazo derecho me haló hacía él, donde ya podía sentir su erección. Dejó de abrazarme. Me quitó el sostén con delicadeza e hizo lo mismo con el cachetero. Me inclinó ligeramente hacía la cama manteniéndome en pie, con su pierna abrió las mías y su mano inquieta se deslizó desde mi vientre hasta mi sexo para encontrar la hinchazón de mi clítoris y una humedad que ansiaba por él. Sabía perfectamente lo que hacía. Me mordisqueó la parte trasera del cuello, e hizo lo mismo con la espalda mientras masajeaba mi sexo. De un momento a otro tenía dos de sus dedos dentro de mí y un jadeo se me escapó sin que pudiera aguantarlo.

—Eso es, Daniela —me susurró al oído. Jamás, con ningún cliente me había sentido tan emocionada como con el licenciado Steven. Mi humedad me delataba. Él muy caballero, seguía sin decir más que lo necesario.

Sacó sus dedos de mí, me giró de frente a él, me besó en los labios y me empujó a la cama. Se arrodilló delante de mí y su cara empezó una excursión por mi entrepierna. Su lengua inició un baile magistral con mi clítoris que jamás había experimentado. Subir, bajar, círculos, chupones ligeros y dos de sus dedos nuevamente dentro de mí, me hicieron jadear. Podía sentirlos en la pared superior de mi interior. Desde arriba, lo vi sonreír con mi jadeo. No paró hasta que estos se hicieron más intensos y seguidos, provocando contracciones en mi abdomen y muslos, y la liberación de un jadeo más fuerte con el que llegó el orgasmo y la magnífica sensación que recorrió todo mi cuerpo. En ese momento, se detuvo y se puso en pie.

— ¡Gracias, Daniela! Necesitaba sentirme vivo y lo has conseguido. Espero verte pronto. La noche está paga, puedes quedarte aquí hasta la hora que quieras. Nos vemos —dijo.

El efecto del orgasmo apenas y me dio para verlo cruzar su puerta a través de la poca luz de la habitación. ¿Qué carajos había pasado? ¿Por qué se fue? La verdad, no me interesó en ese momento. Quedé acostada ahí no sé por cuánto tiempo hasta que desperté y salí de la habitación. Uno de los conductores de Rubí me esperaba para llevarme a casa. Cuando llegué, mamá estaba dormida; caía profunda después de su día de trabajo en las plazas, ni se enteraba de mi hora de salida o llegada. O al menos eso creía yo.

Dama De CompañíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora