1

69 8 0
                                    




Sara odia muchas cosas. Una de ellas es viajar. No importa cuántas veces se mueva entre fronteras. Nunca se acostumbrará al microcosmos de los aeropuertos. Siempre odiará las tiendas de souvenires con unos precios prohibitivos, los grupitos de viejos excursionistas, los bebés llorones, los hippies mochileros, tener que esperar durante horas abrazada a su equipaje, rezar para que ningún incompetente perdiera su maleta. Si algo ha aprendido en todo este tiempo tirada por el mundo sola, eso es que la probabilidad de que un país europeo te destroce la maleta es mucho más alta a que lo haga uno asiático. Lo que no quiere decir que los países asiáticos no se libren de su odio, porque también podría hacer una lista completa de las cosas que ha descubierto en los diferentes lugares donde ha ido a hacer fotografías y venderlas por cuatro duros mal pagados; por ejemplo, en Japón tuvo que cederle el asiento a un hombre solo porque ella era joven y extranjera y él era viejo. Colecciona un montón de anécdotas en las que no quiere pensar porque hay algo que llama mucho más la atención de su odio. Que lo acapara hasta eclipsar cualquier otra nimiedad.

Las sorpresas.

Sara odia a las sorpresas. Sara odia que le hagan una sorpresa después de decirle al susodicho que odia las sorpresas. Pero ahí está Diego, al otro lado de la barra de metal, en el vestíbulo de las llegadas; con cara de pánfilo, un puto peluche de la tienda de souvenires que solo engaña a los guiris y los gilipollas y un ramo de chucherías envuelto en papel maché.

—Bueno, al menos se ha acordado de que odio las flores... —comenta para sí misma, a la par que arrastra su maleta.

Otra cosa que odia de los aeropuertos: tener que descalzarse a toda hostia las botas y pasar por el detector de metales como si fuera una terrorista. Cada vez que pita se le mete en el cerebro la voz de Eugenio Morales gritando cualquier insulto estúpido y pasado de moda. Tampoco soporta las bromitas de los trabajadores sobre sus piercings. Porque no es eso lo que detecta, es su cinturón de pinchos.

—Como me toques delante de toda esta gente te juro que desearás no haber nacido. —Se detiene frente a Diego.

—Tranquila, no arruinaré tu imagen.

Hace meses que no lo ve. Le está creciendo el pelo y se ha hecho un tatuaje nuevo en la garganta. La última vez, el tipo decidió malgastar sus vacaciones para viajar a México y darle otra sorpresa que terminó con los dos en migración porque se le olvidó el pasaporte dentro de la maleta facturada.

—¿Sabes que lo de tatuarse solo el cuello y las manos es de niñatos?

—Echaba de menos tus insultos.

—Eso es porque eres imbécil.

—¿Qué tal el vuelo?

—Asqueroso. Me tocó un niño portugués gritón que no paraba de darme patadas en el respaldo...

En realidad, estaba agotada. Solo quería teletransportarse a una cama y dormir durante horas. Tomaría pastillas si hiciera falta.

—Eso es el karma por haber dicho el otro día que si tuviéramos un niño lo abortarías en una cuneta. —Diego le entregó el regalo, con caballerosidad, a cambio de que le permitiera llevar sus cosas. La conocía lo suficiente como para notar su cansancio y también como para saber que jamás lo admitiría.

—Lo sigo pensando.

Nunca habían dejado de hablar. Teléfono, mensajería instantánea, correos electrónicos, comentarios en redes sociales e incluso postales cuando Sara no tenía Internet. Desde que se conocieron, habían mantenido una conversación continua que no les había permitido perder el contacto. Sara creía que había aclarado sus ideas un poco más, desde esa noche en la que se volvió prácticamente loca, pero seguía asustándole el brinquito que daba su estómago cuando espiaba a Diego sin que este se diera cuenta. Lo hacía en ese momento, mientras pagaba el ticket del parking.

Yo nunca (extra de EVDLZ)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora