Diecisiete

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No sangraba, no se quejaba, no paraba de correr, a pesar de tener una bala incrustada en el brazo. Sus huellas de sangre develaban su recorrido, pero todos los capaces de seguirlo habían sido ejecutados. Pasillos grises, focos rotos, se mareaba por el paisaje. El olor a hierro que desprendían sus espadas hacían que se sienta culpable. Aquellas manchas de sangre necesitaban ser limpiadas. Un portón de hierro, gigante como una montaña, se alzó frente a ella. Un obstáculo más en su camino. Desenvainó sus katanas, limpió la sangre con su lengua y se la tragó. Cerró los ojos, empuñó las armas, cruzó los brazos y realizó dos tajos diagonales, desgarrando el mismo aire. Los cortes fueron imperceptibles, tal como el trueno que suena después del relámpago, pero en esa fracción de segundo las hojas atravesaron el denso portón de hierro como si fuese mantequilla. Lanzó un puñetazo contra el portón, quebrándolo como vidrio, al son de un gong interminable.

Efectivamente, la bala incrustada en su brazo no causaba ningún dolor.

Entró. El piso estaba mojado, frio, pero una corriente cálida circulaba por el salón. Se había sumergido en una profunda oscuridad, pensó que tendría que recorrer un país entero para llegar a su destino. Entonces pudo ver ese destello de luz que tanto anhelaba, una chispa verde, solitaria, en ese mar de oscuridad. Visualizó el cubo de cristal, conectado a una maraña interminable de tubos y cables que se extendían hasta el infinito. Dentro albergaba una fémina humana, completamente desnuda, lo que revelaba sus proporciones esbeltas, cabello dorado y ojos rosados. Estaba parada, inmóvil, con la mirada fija en el vacío. Trató de romper la prisión, pero no pudo. Ninguno de sus cortes era capaz de hacerle rasguños a la estructura de cristal. Elevó su voz, gritó, pero no pudo comunicarle nada.

—Después de todo, tengo que usar lo que me dio el maestro.

Sacó de su morral una lámina de triplay, y la metió por el fino espacio que había entre el cristal y el suelo. La fémina la recogió al instante. Sacó una lámina más de su morral y la sujetó entre sus manos.

—Hola —exclamó. La palabra se grabó en la lámina.

La fémina recluida en el cristal movió sus labios y la misma palabra se grabó en la lámina que sujetaba ella.

—¡Bien! Todavía hablamos el mismo idioma.

"He venido por ti" se grabó en la lámina, reemplazando la palabra anterior.

"Cuál es tu nombre"

"Tú ya me conoces, ya lo sabes"

"Ya no eres la misma, has cambiado mucho"

"Los cambios han sido necesarios"

"Me gustan mucho tus cuernos"

Una risa coqueta escapó fuera de sus bocas.

"No deberías estar aquí, están viniendo por ti"

"Nadie me persigue, ya me ocupé de ellos"

"No, ellos no, él te persigue"

"¿A quién te refieres?"

"Ambas hemos cometido errores, pero tu mayor error fue venir hasta aquí"

"Hubieras hecho lo mismo, todas lo hubieran hecho"

"Pero no podemos, lo tengo claro, ya no podemos hacerlo"

Una punzada atravesó su garganta, de su garganta pasó al estómago, del estómago rebotó hacia sus pulmones, y finalmente perforó su corazón por el centro. Su cuerpo se desmoronó como un árbol recién talado.

"¿Cuántos años cumpliste?"

—Diecisiete —contestó, pero su respuesta no se grabó en la lámina.

—Nos despedimos a los diecisiete —dijo con una mirada cándida y una sonrisa de oreja a oreja.

El cristal se rompió, el salón colapsó y, mientras la fémina sujetaba sus ásperos dedos con la tersa mano de su palma, vio como un enorme bloque de piedra se precipitaba sobre ella.

EJOTAPE

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