Capítulo 29 | Al descubierto

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Mireia

La mañana del último domingo de julio amanecí en casa. Le había dicho a Ciro que ese finde prefería pasarlo con mi madre, ya que desde hacía un mes nos veíamos todos los fines de semana posibles. Mi madre lo tenía todo listo para entrar de interna al centro de terapia para la drogadicción.

—Mamá, gracias por poner de tu parte. Sé que no es fácil, pero todo irá bien.

Respiró hondo. Luego, apagó el cigarrillo en el cenicero del salón y se volteó hacia mí.

—¿Vas a venir a verme? —pronunció con voz ronca. Ya apenas recordaba cómo era hablar con ella sin ese signo de desgaste.

—Claro que sí.

—Sé que he sido una mierda de madre. No he hecho nada por ti —admitió levantándose de la silla hundida por el peso y los años—. Te pagaré la deuda, cuando pueda.

Asentí y cogí la maleta que había en la entrada.

—¿Estás lista?

—¿Quién es el que nos está ayudando? Necesito que me lo digas antes de irnos.

La miré, sintiendo que los nervios se apoderaban de mí, y desvié la vista al suelo. Tenía la enorme impresión de que se iba a echar atrás en el último momento. No quería tirar por la borda todos los progresos y no sólo los suyos, sino también los míos. Yo había tenido que echar por tierra uno de mis principios para ayudarla. Ciro pagaría la terapia y eso valía mucho dinero. Odiaba el hecho de tener que valerme de su fortuna.

—No puedo decírtelo. ¿No te basta con que te ayude?

—¿Es tu padre? —La voz de mi madre se había vuelto muy débil de repente.

Levanté la mirada para encontrarme con sus penetrantes ojos de color castaño. Por un momento pensé que tenía noticias suyas, pero luego descarté la idea.

—No —pronuncié con una determinación impostada.

—No me iré a menos que me digas quién es —exigió arisca de pronto—. No soy tonta, ¿te crees que no te escuchaba hablar con un tío cada vez que nos asaltaban para reclamar el dinero? Es él, ¿verdad? Él ha pagado todas mis deudas. —Me mantuve callada ante su agresivo interrogatorio—. No pienso aceptar lo que hace si se esconde de esa manera.

—¿Estás hablando en serio? —inquirí con el rostro contorsionado. Mi madre no se inmutó. Me eché las manos a la cabeza—. Esto es increíble.

—Llámalo y dile que venga.

Negué con la cabeza.

—Mamá, no voy a llamarlo.

Cuatro horas y tres mil discusiones después, sonó mi teléfono. Estaba terminando de fregar los platos, así que me sequé las manos y cogí la llamada entrante. Era Ciro. Estaba segurísima de que me llamaba por mi madre.

—Me han dicho que aún no habéis ido al centro. ¿Pasa algo?

Resoplé cerrando la puerta de la cocina para que no me escuchase.

—Pasa que no quiere ir a menos que sepa quién eres. He intentado explicarle que no puedo decírselo, pero no hay manera. ¡Te juro que estoy hasta la mismísima coronilla!

—¿Para qué quiere saberlo?

—Vete tú a saber. A veces creo que sólo quiere darme la lata. Hace tres semanas que aceptó ser ingresada allí y ahora me viene con esto.

—Joder... No podemos decirle mi nombre. Se lo podría decir a alguno de sus camellos —manifestó. Desde el otro lado, escuché que cogía una bocanada de aire—. Está bien. Iré. Me verá, no le diré nada más y tratará su adicción. Todos contentos.

El lobo de la mafiaWhere stories live. Discover now