Capítulo 7. El sueño despega

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Samuel

Álvaro me despertó de una patada al alba. La tenue luz matutina entraba a través del ventanal del salón y me hizo taparme los ojos con ambas manos para acostumbrarme poco a poco a la luminosidad, por poca que fuera.

Desde la calle me llegaba el sonido de las gotas golpeando contra los cristales y del viento moviendo las hojas de los árboles. Me incorporé lentamente hasta acabar completamente sentado sobre el sofá.

Álvaro seguía dormido a mi lado. La noche anterior habíamos hecho uno de nuestros habituales maratones de Paquita Salas y nos habíamos quedado despiertos hasta las tantas. Al final, nuestros párpados no aguantaron más y nos quedamos los dos dormidos en el salón.

Aunque si se hubiera dado cuenta posiblemente me habría matado, Álvaro estaba completamente destapado porque yo le había quitado inconscientemente toda la manta durante la noche. Estaba tumbado bocarriba, con la camiseta ligeramente subida, dejando entrever su abdomen plano y la fina raya de vello que bajaba hasta su entrepierna. Al llegar con la mirada a esa zona me di cuenta de que también tenía los pantalones ligeramente bajados. No se le veía demasiado, pero sí el vello perfectamente rasurado de la zona.

Está claro que a cerdo no me gana nadie. O a gay. O a las dos cosas, ya que estamos. ¿Por qué tienen que ponerme tanto los hombres? Mi mirada bajó aún más, siguiendo el recorrido natural del asunto, y llegó hasta el enorme bulto que guardaba en su entrepierna. Tan perfecto y tan grande. Marcaba perfectamente la forma de su pene.

No era la primera vez que me fijaba en Álvaro de aquella forma tan sexual. Era única y exclusivamente mi amigo pero, ¿qué le iba a hacer? Era un tío guapo, muy atractivo y le tenía ahí tirado como una perfecta pieza de museo. Unas miraditas secretas no le iban a hacer daño a nadie.

Desvíe la mirada a su cara. El cabrón era muy guapo. Con esa barba de tres días que le marcaba perfectamente la mandíbula, el pelo siempre revuelto y su energía hippie que te envolvía incluso cuando dormía.

A Sonia siempre le gustaba hacerle rabiar bromeando con que nunca iba a conseguir pareja, pero lo cierto era que ambos sabíamos que Álvaro podría tener en la palma de su mano a todos los chicos y chicas que el quisiera. Verle tocar la batería era el primer paso del encaprichamiento. Verle cantar mientras tocaba y hacía los coros, el segundo. Su actitud despreocupada y vivaracha cuando se acercaba a hablar con ellos tras el concierto, el tercero.

Volví a bajar la mirada y no pude evitar que mi entrepierna se pusiera dura. En ese momento lo que más me apetecía era irme al baño y hacerme la paja de mi vida. También podría haberlo hecho con Gabriel si estuviese allí y hace unos días no se hubiese comportado como un completo imbécil.

—¿Cómo puedo ser tan guarro? —me susurré a mí mismo.

—¿Qué... has... dicho? —dijo Álvaro aún medio dormido. Mierda. A parte de cerdo tenía el maravilloso don de cagarla siempre.

—Nada. Nada. Sigue durmiendo.

Estaba a punto de levantarme para irme directo al baño, cuando de repente la puerta de casa se abrió de par en par y se me bajó todo del susto que me di. Escuché a Sonia dar grititos de alegría por alguna razón que, evidentemente, me había perdido. Me tapé con la manta por si aún quedaba algo del bulto que había tenido hace nada en mí entrepierna mientras la escuchaba acercarse corriendo por el pasillo.

—¡Joder, tíos! —gritó Sonia entrando a saltos en el salón—. ¡Que nos quieren contratar a todos! ¡Como banda! ¡A los Venice Souls!

—¡¿Qué?! —Álvaro, que hacía unos segundos habría jurado que estaba plácidamente adormecido, bajó del sofá de un salto llevándose las manos a la cara—. ¿Estás de coña?

Cuatro canciones que susurrarteWhere stories live. Discover now