Mi abuelo vs Hades (en el monte)

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Un tétrico fulgor de luna llena se colaba a través de los contados espacios libres de polvo y mugre, en los cristales de las ventanas de una vieja casa abandonada en el monte: se encontraban en este estado porque hacía años que el único habitante de la casa no las limpiaba. Desde la muerte de su mujer y su hija, había entregado lo poco que quedaba de su mundo al abandono.

Aquel hombre era mi abuelo.

Ese 31 de octubre, durante una borrachera que llevaba ya varios días, sentado en una mecedora, miraba el cielo nocturno; cuando de pronto, oyó cadenas y ruidos extraños, parecidos a chillidos, provenientes del jardín y por un momento, estos le recordaron a su viejo y fiel amigo, Bolillo.

Su can también había muerto y acababa de enterrarlo a los pies del antiguo pino del patio, esa misma mañana. Mi viejo se levantó de su silla, dispuesto a revisar y con la vaga esperanza de al menos poder reencontrarse con el espíritu de su compañero, pero no hizo falta.

La puerta principal se abrió de par en par y un imponente perro de tres cabezas entró. De inmediato, mi abuelo desenfundó su legendario machete y, sin un ápice de temor en su voz, confrontó a la aparición:

—Usted no es Bolillo. ¿Qué tan hijueputa tiene que ser para venir disfrazado con su recuerdo?

Mi viejo reconoció al instante la maldad que rebosaba de aquel animal y le dedicó un gesto de repulsión.

—Así que las leyendas son ciertas: tú fuiste el que mató al Diablo, ese machete lo reconocería en cualquier lado —gruñeron las tres cabezas al unísono.

—Si vienes por mi vida, de una vez te digo que no está en venta.

—Solo faltas tú, abuelo. Todos estos años me he encargado de coleccionar a tu familia. Acompáñalos por las buenas —volvió a hablar el ente, mientras abandonaba su forma canina y adoptaba la de un hombre, alto, musculoso pero de tez muy pálida que portaba una máscara, a través de la que sólo podía percibirse oscuridad; su cuerpo se encontraba protegido por un manto hecho con las llamas negras del infierno.

Se trataba de Hades, el monarca del inframundo.

—¡Tu culo da toques! —contestó mi abuelo, blandiendo su machete, dispuesto a enfrentarse contra la deidad—. Así que tú fuiste quien se encargó de hundirme en esta miseria.

—Sabías que de alguna forma ibas a pagar por el asesinato de un antiguo —sentenció Hades, desenfundando su espada, cuyo filo reflejaba las almas en pena encerradas dentro de ella—, y los dioses somos caprichosos con los castigos que imponemos.

—Debiste dejar tus nalgas quietas sobre el trono. Venir a presumir tu travesura solo te acercó a recibir la lección más grande de tu vida —espetó mi viejo, chocando su acero contra el suelo, provocando chispas por la fricción.

—Insolente mortal... Estás hecho para temerle a la muerte y es ella quien te está mirando directamente a la cara. Seré yo el que te enseñe a respetar a los dioses. Considera este tu último aprendizaje.

Hades se alzó sobre una montaña de almas que desbordó y terminó de destruir por completo la casa, esparciéndose entre los montes. Mi abuelo reaccionó hábilmente, cortando el viento con su machete, abriéndose camino entre el oleaje de almas, y absorbiendo una gran cantidad de ellas con él.

Hasta que de pronto, la corriente llevó hasta mi viejo el alma de su mujer y por no querer lastimarla, retiró su acero, dejándose golpear por el ataque del dios.

Su cuerpo se alejó varios metros, chocando contra la maleza del cerro y provocando una nube de polvo. Cuando esta se disipó, mi abuelo se levantó de entre los escombros y, arrogante, exclamó:

—Nada mal, pero no pensé que los dioses necesitaran usar trucos tan sucios. ¿Tan rápido te estás cagando de miedo?

Hades no tuvo tiempo de contestar, pues en menos de un parpadeo mi abuelo acortó la distancia entre ellos y, con su mano izquierda, lo tomó por el cuello, lo levantó por los aires y lo azotó bruscamente contra el suelo.

Pero la arremetida no terminó ahí: sin dudarlo encajó su machete directamente en el pecho del dios y este, lastimado y aterrado, soltó un grito de dolor y se mezcló con las almas, desvaneciéndose de las manos de mi viejo.

—¿Por qué huyes? ¿A dónde vas, perrito? ¿Te vas tan rápido? Creí que habías venido a arrebatarme mi propia muerte. Pos déjame decirte algo: yo decido cuándo, cómo y a dónde me voy.

El lamento de las almas se transformó en una sola voz que, de forma burlona, respondió:

—¿No te has dado cuenta que llevas demasiado tiempo muerto? Llevarte al inframundo es mera burocracia. Tú mismo te has encargado de construir tu propio infierno. Yo solo tuve que darte un empujón.

Mi abuelo, lleno de furia y dolor, soltó un grito, al darse cuenta de su cruda y aplastante realidad: había dejado de vivir desde hacía mucho tiempo. Tomó el machete, recordó a su esposa y a su hija, y estuvo toda la noche, hasta bien entrada la madrugada, buscando a Hades, entre el inmenso mar de almas en el que se habían convertido los montes.

Cuando los primeros rayos del sol se anunciaron en el oriente, mi abuelo terminó su búsqueda: Hades estaba exhausto, prolongar su tiempo creando espejismos para el anciano había consumido su energía casi por completo.

El humillado rey del inframundo se encontró, otra vez, con su cuello rodeado por la fornida mano del viejo y siendo consciente de su final, miró a los ojos a su contrincante. 

Quizá como una resignada forma de pedir piedad, o simplemente augurando lo que el destino deparaba, exclamó:

—Maldito anciano. Has conquistado tu derecho a la eternidad.

Mi abuelo interpretó aquello como las palabras de un condenado y, sin darles la más mínima importancia, encajó su machete directamente en la cabeza de Hades, no solo matando su cuerpo físico, sino también encerrando su alma en el machete, lugar donde permanecería hasta los últimos días de la existencia. 

Mi abueloWhere stories live. Discover now