Mi abuelo vs La existencia (en el cosmos)

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Arte: Ignatus_P.

El tenue brillo de una pálida estrella difícilmente alcanzaba a iluminar el pedazo de roca sobre el que mi viejo se encontraba y, aunque el calor emitido no era poco, su maltrecho cuerpo apenas lo sentía. Mientras mantenía los ojos sobre el blanquecino resplandor, pasaba los dedos por antiguas cicatrices en sus manos y sus brazos, de manera inconsciente. Se le había hecho costumbre durante todas las décadas que llevaba en ese lugar, o al menos eso creía, pues su mente había dejado de llevar un conteo preciso de lo que alguna vez conoció como «tiempo».

Mientras sus arrugados dedos se fundían con el liso e irregular de una de las cicatrices más grandes (le recorría del antebrazo hasta el inicio del dedo anular), recordó el arma que se lo había hecho y los ojos del monarca que la empuñaba. Era un fiel recordatorio de aquél lejano día en Comala en el que liberó las almas de su Sol y su Abi, el mismo en el que, al empuñar el machete maldito, su alma quedó sellada a la eternidad. No recordaba el número exacto de mundos por los que había pasado, pero no olvidaba las últimas sensaciones que las vidas de los monarcas le provocaron al morir bajo su ira. Aquella vez en específico, había sido con uno igual de solitario que él.

Un habitante de un reluciente planeta hecho de diamante puro que, luego de años de batalla, había decidido quedarse ahí, pensando que de entre todas las cosas valiosas del cosmos, ese pedazo de carbón viejo era lo único en el universo que valía la pena cuidar. Murió cuando mi viejo, vuelto una furia, lo empaló contra el pico que adornaba el trono cristalino sobre el cual se había quedado postrado durante tantos años. La expresión en su rostro, mientras la tibia sangre se deslizaba por el cristal, no fue de miedo, más parecía de alivio, camuflado entre una mueca de dolor. Sin embargo, había luchado dignamente, pues en un intento desesperado, dio un sablazo tan rápido y potente, que mi abuelo no tuvo tiempo de reaccionar y solo alcanzó a protegerse con su brazo.

Continuó explorando sus antiguas heridas y bajó su mano a una que tenía en el abdomen, aquella había sido producto del terrible agarre con el que una poderosa emperatriz logró someterlo, para luego abusar sexualmente de él. Aquél recuerdo le provocó un escalofrío, pues fue la primera vez que sintió el sabor de una derrota: la sensación de quedar a merced de alguien más poderoso que él y no poder hacer nada al respecto. Esa mujer murió ante la mirada horrorizada de mi viejo, quien desesperado y angustiado, logró alcanzar su machete y le perforó el vientre, apagando el pandemonio que le significaban los gemidos de su agresora: la última expresión que pudo ver en ella fue de profundo placer.

Mi viejo tenía tantos recuerdos como heridas, recogidas en sus visitas a innumerables astros y, su cuerpo, de alguna u otra forma, se había convertido en un mapa de su existencia, un mapa de su andar errático por la inmensidad del cosmos. De pronto detuvo el avance lento y rasposo de sus dedos, soltó un suspiro y se levantó. Quizá había sido el tenue calor de la estrella, quizá el dolor provocado por los recuerdos o quizá ambas. Pero en ese momento, como si de la máxima verdad se tratase, una idea asaltó su psique: entendió que, de alguna u otra forma, necesitaba seguir consumiendo, experimentando, absorbiendo al universo. ¿Pero cómo?, ya no había más rivales, ya no había otro tipo de sangre que quisiera derramar, la única vida que le parecía justo consumir, era la suya.

Sin embargo, también sabía que, mientras siguiera teniendo tantas almas de dioses encerradas en su interior, no podría conseguir la tan añorada tranquilidad. Así, partió otra vez sin rumbo fijo, mientras su figura se percibía inexistente en comparación con el vacío cósmico. La siguiente cosa que llamó su atención fue una joven nebulosa que se encontró alrededor de un cúmulo de estrellas caótico, justo cuando estaba teniendo lugar uno de los fenómenos más maravillosos del cosmos: el nacimiento de una estrella. Pareció surgir de la nada, pues de pronto, en un punto entre el gas y el polvo, la gravedad empezó a concentrarse atrayendo los materiales, formando una bola cada vez más densa y grande, hasta que la presión y el calor se acumularon a tal punto, que dieron inicio las reacciones de fusión nuclear.

Durante todo el proceso y aunque este se extendía cientos de miles de años, la mente de mi abuelo sólo pudo enfocarse en una cosa: el embarazo de Soledad y la posterior muerte fetal de Abi. Un nacimiento aleatorio en un punto perdido del universo, que necesitaba de toda la materia a su alrededor para poder ser. Aquello de alguna u otra forma le reconfortó el corazón, pues al menos en ese punto tan alejado de su hogar, se le había permitido ver el fenómeno que originaba la existencia, perpetuándose.

La calidez del momento le permitió llenarse de una extraña curiosidad que lo condujo a aventurarse nuevamente en el cosmos y, mientras avanzaba, su mirada recorría la inmensidad, en búsqueda de nuevas cosas que le devolvieran esa pizca de esperanza. Entonces un gigantesco haz de luz rompió la oscuridad, era de un tono purpúreo intenso, que barrió a varios de los planetas alrededor de su órbita: se había encontrado con un pulsar. La sorpresa fue inevitable, el choque de los colores en sus ojos le recordó lo intenso de la sangre, pero una ya gastada, coagulada en el espectro cósmico. Como aquella que sintió y observó deslizándose sobre su hombro, el día que murió su padre; la que veía siempre sobre los dedos de su Soledad luego de que le contara la historia de cómo había perdido su dedo y la misma que derramó tantas veces con el filo de su machete, ¿había sido roja o púrpura? Muchas cosas se volvían difusas mientras sus ojos se perdían entre los mecanismos de la realidad.

Un tanto desesperanzado, siguió su camino, pero durante unos cuantos millones de años luz, no encontró nada que pudiera dañarlo, nada que tuviera la capacidad de arrebatarle la existencia; tan solo asteroides, estrellas y planetas. Aunque su vagar parecía no llevarlo hacia ningún sitio, en realidad le sirvió como catalizador para ayudarle a digerir las emociones que sólo habían permanecido anestesiadas; sin embargo, al revivirlas no encontró dolor, sino algo más complejo, un cuestionamiento primitivo: ¿Qué era la existencia si no un constante ciclo que se repite una y otra vez? ¿Había algo más allá de ese ciclo o sólo más ciclo? Y luego, ante sus ojos, una respuesta universal: El infinito.

Mientras se perdía en la vastedad de su propio pensamiento y de manera inconsciente, posó su mirada sobre una gigante roja instantes antes de que estallara y se convirtiera en una hipernova. La explosión fue tal, que mi viejo perdió varias capas de las almas inmortales que lo protegían y lo obligó a retroceder una considerable distancia. Desde aquél sitio, pudo ver los vientos solares volverse inestables y colas de plasma salir disparadas hacia todas direcciones, como si fueran dragones astrales que se precipitaban hacia el interior de su propio creador. Luego de un estallido y dos inmensas estelas de rayos gamma que parecieron dividir al universo, apareció ante su incrédula mirada un agujero negro súper masivo. Sobre sus pupilas podía verse reflejada la radiación que expulsaba, así como la luz que alcanzaba a escapar de su horizonte de eventos y, mientras su espíritu se colmaba con la densidad del vacío, se sintió reflejado en aquél singular momento de la existencia: el inicio y el fin, la unión inequívoca de la luz y la oscuridad, el punto de cohesión entre todo lo existente. Incluso en la más profunda oscuridad, el ciclo se repetía: venía de ella y se repetía sobre ella.

Después de muchos años, los ojos de mi viejo se volvieron a llenar de lágrimas y, con una sonrisa en el rostro, aceptó volverse uno con el todo. Avanzó sin vacilar, entregando sus memorias al eterno resonar que frente a él se manifestaba y, cuando lo tuvo en la cara, tan solo fue necesario dar un salto de fe... 

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⏰ Last updated: Mar 16 ⏰

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