Mi abuelo vs El amor (en CU)

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Julio de 1968

—¡Maldita prensa vendida! Siempre diciendo las cosas que le convienen al gobierno —espetó una joven Soledad, mientras sostenía entre sus manos el ejemplar matutino más reconocido en todo el país.

»Nada más quiere criminalizarnos, ni siquiera ponen los motivos que hay detrás de la huelga —continuó quejándose en voz alta, llamando la atención de la gente alrededor del pequeño puesto de revistas.

—Esos revoltosos deberían estar preocupándose por pasar sus materias en vez de cerrar las calles. Que se pongan a trabajar si de verdad quieren hacer algo por el país, como todos nosotros —respondió un joven, unos cuantos años mayor que Soledad, iba vestido con un uniforme de mezclilla, lo que lo hacía parecer mayor, y llevaba un casco de seguridad bajo el brazo.

—¿Nuestras materias? —cuestionó Soledad, incrédula ante la radical postura del muchacho—. Pues perdóname por darle mayor importancia al futuro de este país que a una calificación, perdóname porque me importa más que se haga justicia por las vidas de mis compañeros muertos que tu preciosa avenida.

Una joven versión de mi abuelo se encontraba mirando la escena, embobado por la indómita actitud y belleza de la joven morena de cabello largo, negro y lacio, asintiendo a cada comentario que soltaba en contra del que él identificó como uno de sus compañeros de trabajo.

—No, no, discúlpame tú, bonita. Por preocuparme más por mi bono de puntualidad que por gente que nunca conocí. Tengo bocas que alimentar.

Para este punto, la discusión había dividido la opinión popular: muchos apoyaban a Soledad y otros, sobre todo sus compañeros trabajadores, se unían al obrero. Mi abuelo, luego de guardar su cómic de Espaiderman (razón por la cual había asistido, en primer lugar, al pequeño puesto), se acercó a sus compañeros, instantes antes de que Soledad respondiera. Pero el grito de una señora provocó el silencio entre la muchedumbre:

—¡Ya deje a la niña en paz, chamaco egoísta! ¿Qué vas a hacer cuando tus hijos crezcan y el gobierno te los quiera matar?

—¿Qué te haces pendejo, compañero? ¿Cuántas bocas tienes que alimentar? Yo trabajo nomás para mantenerme a mí y a mi papá, somos dos y a veces no alcanzamos a comer dos veces el mismo día —reclamó mi viejo, en parte porque estaba harto de las jornadas laborales injustas pero también porque quería resaltar, de alguna manera, a los ojos de la mujer que lo había hechizado.

De pronto, la multitud comenzó a dirigir sus discusiones en torno a la precaria economía que aquejaba a muchos de ellos, incluso el dueño del negocio se unió a la discusión pública. Pero mi abuelo mantuvo los ojos fijos en el uniformado que había originado aquél conflicto, quien comenzaba a escabullirse entre la multitud: algo que le había enseñado el rancho era que, si injuriabas a la comunidad, debías pedir disculpas y arreglar el cagadero que habías formado.

Caminó tras él y alcanzó a tomarlo por el cuello de la camisa, frenando en seco su andar.

—¿A dónde cree que va, cabrón? Pídale disculpas a la señorita y a la gente, por hacer comentarios tan pendejos.

—¡Suéltame, imbécil, yo no tengo que pedirle disculpas a nadie!

La atención de la muchedumbre giró hacia mi abuelo y, enfadados, comenzaron a apoyar sus exigencias. Soledad, con un gesto de preocupación en el rostro, se acercó a mi abuelo y, tocándolo del hombro, le dijo:

—¡Tranquilo, guapo, tranquilo! No le hagas caso, no vale la pena perder el tiempo con cabrones insensibles.

Mi abuelo sintió cómo su piel se erizaba por el suave toque de la mano de Soledad y, sin siquiera pensarlo, soltó a su compañero, quien escapó corriendo entre la multitud. Pero el conflicto continuaba, algunos trabajadores aún se resistían a ceder sus posturas ante el reclamo colectivo y los ánimos empezaban a calentarse otra vez.

Mi abueloWhere stories live. Discover now