Cap 1

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Llegaba tarde. No se lo podía creer.

Estaba en la cama, con el pijama puesto, con el pelo revuelto y con un sueño que no se arreglaba con café, y llegaba muy tarde y no se lo podía creer.

Era su primer día viviendo sola y ya echaba de menos a su madre y sus gritos mañaneros para despertarla.

Bueno, quizá estaba exagerando, pero desde luego tenía que comprarse un despertador decente de inmediato.

Se vistió como pudo —estaba segura de que sus calcetines eran de colores diferentes debajo de las botas altas que se había puesto— y salió corriendo hacia la cocina. En el frigorífico había una nota pegada con un mensaje que decía «suerte en clase, Elena». La letra era de su hermano, que debía haber salido ya para sus clases de psicología, era casi ilegible.

—Podría haberme despertado, el idiota ese —murmuraba cogiendo el bolso con sus pinturas y cuadernos.

Corrió por las calles de Salamanca con una velocidad impresionante, considerando los tacones que llevaba. Supuso que la práctica hacía a la maestra —y práctica tenía, desde luego—. Por suerte vivía cerca del centro, pero su facultad era la más alejada de todas. No tenía coche, y su hermano solo conducía una moto en la que ya se había ofrecido a llevarla, pero bajo ningún concepto iba a ir con su hermano en un vehículo.

Llegó al patio, donde vio a varias personas sentadas en las escaleras de la entrada. Una de esas personas, resultó ser su hermano. Se preguntó en silencio si debería perder el tiempo en abochornarlo frente a sus amigos o si no merecía la pena.

Por supuesto que lo hacía, se iba a vengar por no haberla despertado.

—Hola, hombretón. ¿Creía que los caballeros despertaban a las damas que duermen en sus camas?

Caminó, colocándose la falda, al lado del traidor con un movimiento de caderas exagerado, y le dio un beso en la mejilla. Soltó una risita cuando su cabeza comparó la cara de su hermano con su moto, y es que estaba igual de roja.

Él suspiró y le pasó un brazo por los hombros.

—Chicos, esta es mi hermana —exageró la palabra—, Elena. Es una pesada, una malagradecida, una perroflauta...

Se quejó cuando la apretó en un abrazo que la levantó del suelo.

—Pero se me quiere —sonrió.

—Bueno, cuando naciste eras mona. Igual de llorica que ahora, tan enana como sigues, pero más mona.

Los amigos de Miguel se rieron, y, por primera vez, les prestó atención.

Eran un chico con pelo largo que vestía como un bibliotecario de resaca y una chica de tez morena con rollo de motera. A ella la reconocía como la mejor amiga de su hermano, Laura.

—Bueno, señor y señoritas, yo me voy a clase. —Se excusó el joven.

—Princesa de cuero, ¿tú te quedas?

Se extrañó ante el mote, pero viendo su estilo, lo entendía.

Tenía el pelo largo y rizado, lo que la impresionó. Ella odiaba tener el pelo más allá de los hombros porque al pintar se lo manchaba o se le enredaban los píncenles en los mechones. Era incomodísimo. Además, no tuvo que observarla demasiado para darse cuenta de los ojos grises tan bonitos que tenía.

«Viendo lo guapa que es, normal que te entren ganas de arrodillarte», pensó tras su examen inicial.

—No, tío. No me pienso perder neuropsicología por una novata. Si te quieres llevar el suspenso, allá tú.

La vieron entrar al edificio y pensó que ya no le parecía tan atractiva como al principio.

—Menuda borde —dijo su hermano—. En fin, vamos a que te enseñe el sitio.

Empezaron por un pasillo que daba a dos alas principales y unas escaleras en el medio. Su hermano comenzó por el lado derecho, y lo siguió hasta dar con una vitrina con lo que parecía una maquina antigua.

—Sí, este ala está repleto de esto. Mejor vamos a la de bellas artes.

Volvieron por donde habían ido y esta vez caminaron por el pasillo izquierdo. Aquello sí que era distinto.

Las taquillas estaban pintadas, no como en el lado de psicología. El sitio parecía menos lúgubre, con más color y vida. Pasaban alumnos con cubos de pintura, ropas manchadas y riendo. Ese era su lugar.

—Te enseño el patio interior y me voy a clase. —Señaló un espacio de hierba natural, con árboles y un estanque precioso tras un cristal del pasillo—. Enseñado. Me largo.

Suspiró, pero sonrió al volver a ver la escena delante de ella.

—Si necesitas algo, ya sabes.

—Sí, te llamo, Miguel. Corre a clase.

—No, tonta. Llama a Eric.

Entonces recordó la conversación que tuvieron el día anterior. Le explicó que uno de sus amigos había dejado psicología el tercer año y se cambió a su carrera. Estaba en la misma clase que ella, así que si necesitaba algo, solo tenía que decirle.

Antes de contestar, su hermano ya había salido hacia su pasillo.

—Hola.

Se giró y vio al chico que había conocido antes y que se había ido corriendo a clase con la camisa manchada de pintura azul. Algunos mechones que se le escapaban de la coleta estaban pegados a su frente por un pegote de tempera amarilla. Ni siquiera sus pantalones habían salido ilesos, con azul cubriendo la tela marrón.

—No me creo que hayas creado este desastre en menos de diez minutos que ha durado mi tour por la facultad.

El joven rió, y el sonido hizo eco por el lugar.

—Sí, es que estamos pintando nuestras taquillas y bueno, hemos tenido una «diferencia artística» entre mi compañera y yo.

—¿Diferencia artística? —gritó una voz chillona entre la gente.

Una chica con el pelo de color amarillo apareció de la nada para pegar en la nuca a su conocido.

—Ha pintado la parte de abajo, es decir, mí taquilla —se señaló—, con un meme.

—¿Un meme?

La pregunta pareció disparar algo en el chaval, que empezó a reír y sacó el móvil para enseñarle la taquilla decorada con un perro sentado en un banco. Lo reconocía de haberlo visto en internet millones de veces y soltó una carcajada también.

—Eric, te voy a...

—¿Tú eres Eric? —Sabía que había interrumpido a la pobre chica, pero no le dio importancia.

—Sí. Veo que tu hermano ya te dijo de mi oferta. Tenemos las taquillas justo al lado, y las mismas clases, así que si necesitas algo, solo tienes que decirme.

Le guiñó y ella le devolvió una sonrisa amable.

—Ya que nos estamos presentando, yo me llamo Marta. —La chica le ofreció la mano para estrecharla, pero estaba llena de pintura roja.

La aceptó igualmente.

—Elena, encantada.

—Vamos, te enseño nuestras taquillas y podemos arreglar la mía. Estoy segura que con el estilo que llevas, tienes un gusto exquisito.

Jaula doradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora