—Migraña recurrente... —Murmura y garabatea en sus papeles. Hago un esfuerzo por alcanzar a leer cuando me doy cuenta de que escribe más de las dos palabras que acaba de decir pero no me da resultado. —¿Hay algún medicamento de venta libre que haya aliviado este episodio alguna vez?
Hago un repaso mental de todas las píldoras que tomé.
—Ninguno.
—¿Intentó con ergotaminas?
—Varias veces.
—¿Y no hubo alivio? —Me cabreo al escuchar la misma pregunta con distinta formulación.
—No. —Vuelve a tomar nota. —¿Es palpitante? ¿De ambos lados?
—Lo es, como una presión en la frente...o como si tuviera un casco de motocicleta muy apretado.
—¿Mareos, vómitos, sensibilidad a la luz?
Doy un asentimiento y ya no quiero responder más preguntas. Espero algo más que un diagnóstico que mencione el estrés e indique algunos días de reposo, porque sé que no va a solucionar nada y me urge volver a la normalidad.
Esto me afecta tanto mi trabajo y a quienes trabajan conmigo que temo que me vuelvan a contratar algún día si sigo así. Necesito una solución.
—Voy a pedirte que te hagas algunos estudios. —Mencionó mientras sacaba una orden de estudios de su portafolio y hacía cruces en los que quería que me hiciera. —Algunos análisis de sangre y una tomografía.
‹‹¿Y el diagnóstico?›› Pregunté para mis adentros con impaciencia.
—Bien, lo haré.
Me dio unos cuantos papeles distintos que incluían las órdenes de estudios, una receta y un pedido de valoración con un terapeuta de adultos. No estoy conforme con pensar que el síntoma que tengo es psicológico, pero mis dudas sobre estar equivocado son más fuertes que yo y mi ego.
Me pongo de pie y extiendo mi mano educadamente, a lo que mi médico de cabecera responde de la misma forma para despedirse.
—Muchas gracias, le veré muy pronto.
—No dude en volver a llamarme si se siente muy mal o si aparece algún otro síntoma importante, señor Hiddleston.
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