Las tres cosas

2 0 0
                                    

Quedaba tan poca gente que era inminente un acercamiento con ella, con Celina Ramírez. Todavía recuerdo cuando nos hicimos amigas. Yo tenía seis años. En nuestro salón se impartían tres grados, por eso coincidimos. Era una niña tan tímida que las demás no se le acercaban, comía solita en un rincón, durante el recreo jugaba sus matatenas sin nadie que le hiciera compañía. Su madre se esmeraba con sus peinados, hacía que luciera su rizado cabello tan bien cuidado y le ponía elaborados moños de listón que cambiaba a diario.

En una ocasión me caí mientras corría. Fui a dar cerca de donde esa niña silenciosa solo miraba hacia el patio a la hora del recreo. Me eché a llorar porque vi raspada mi rodilla. Fue ella, Celina, quien me consoló. Ni siquiera lo dudó y me ayudó a levantarme, observó la herida y dijo que nada malo me pasaba, hasta le echó de su agua para lavarla. De ahí no nos soltamos. Erlinda e Isabel la recibieron en nuestro pequeño círculo sin hacer preguntas porque se volvió fácil incluirla. Jamás imaginé que la amistad terminara como terminó.

Mi fiesta de cumpleaños cuarenta y uno estaba por terminar. Decidí que evitaría a Celina para no recibir aquella invitación y así poder tener una excusa. La vigilaba a lo lejos mientras la gente se despedía. Estaba sentada en una mesa en pláticas con mi hija. Cuando me percaté de que se levantó, emprendí una huida. No sé por qué actué así, pero lo hice. Fui hacia un lado del salón y la puerta que me salvaría estuvo frente a mis ojos: el cuartito donde mis hijas me maquillaron. Giré la perilla para entrar. Argumentaría que de pronto me sentí mal y por eso desaparecí. Moví la puerta lo más normal posible con el objetivo de sortear a los fisgones, pero ¡fue un gran error entrar ahí!

¡Ojalá hubiera prestado más atención! El lugar no estaba desocupado como supuse. Los sonidos debieron alertarme, pero estaba tan inmersa en el plan de escape que no los oí.

Moví la puerta lo más normal posible y me encontré con una... situación que ruego eliminar de mis memorias. Mi prima Erlinda estaba sentada en la silla donde antes estuve yo, con las blancas y frondosas piernas abiertas y elevadas. Su vestido levantado le llegaba a la cintura, y el cuerpo masculino que se encontraba hincado tenía la cabeza hundida en su entrepierna. Esa cara de gozo de Erlinda disparó toda mi vergüenza. ¡Su esposo no exactamente estaba acomodándole la falda!

—¡Virgen santísima! —grité enseguida y cubrí mi boca para acallarme. Lo que menos deseaba era atraer más mirones a tremendo espectáculo.

—¡Ay, no! —soltó Erlinda después de abrir los ojos de golpe y con la voz igual de alta, pero terminó con una exasperante risotada.

Salí con un largo paso y cerré la puerta. Me toqué el pecho, respiré hondo y traté de mantener la compostura.

Todo lo que tramé se vino abajo al reconocer a tres personitas: Celina, Alfonso y Constanza. Venían directo hacia mí.

—Mamá —dijo Coni en cuanto estuvieron cerca—. La señora de Quiroga ya se va.

No podía encararla, así que dirigí mi atención a su hijo. Con cada encuentro que teníamos, le hallaba más parecido con su padre, hacía la misma mueca cuando estaba serio, y sí que su padre solía estar serio; al menos en el pasado. También descubrí en él la manera en la que su tío Rogelio se quedaba de pie, tan firme y seguro.

Pienso que las personas tenemos más de nuestro pasado de lo que imaginamos.

—Ha sido una velada encantadora —dijo amable Celina. En sus labios mantenía una sonrisa tenue que parecía auténtica—. Nos retiramos porque mi hijo debe manejar.

Las costumbres llegaron a mí en el momento menos pensado. Ningún invitado foráneo podía quedar desamparado.

—¿Se irán ahora mismo hasta la capital? —Enseguida comencé a ordenar en la mente los catres donde mis hijos dormirían con tal de darles el espacio a ellos dos.

Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)Where stories live. Discover now