Poquita fe

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Por tanto tiempo soñé que tenía a ese hombre en mi cama, lo anhelé en mis peores noches, y también en las mejores. Y cuando se cumplió lo contemplé anonadada, encantada disfrutando de cada pliegue relajado de su rostro y los cabellos sueltos que caían sobre su frente.

Nos encontrábamos cubiertos con un cobertor. Debajo eran dos cuerpos desnudos, libres de mostrarse como eran.

Ante Nicolás jamás permití que me viera de esa forma, ni siquiera en la intimidad porque le pedía que apagara todo tipo de iluminación.

Eran las seis de la mañana. Apenas y dormí un poco. La emoción era mayor que las ganas de descansar.

Él despertó, pienso que debido a mi constante admiración. Abrió despacio los ojos. Lo primero que hizo fue sonreírme.

Esteban debía regresar a la capital a la brevedad, por eso solo le ofrecí de desayunar y se preparó para irse.

El martes que tocaba vernos no lo haríamos porque era Noche Buena. Nuestras celebraciones impedían que coincidiéramos. Amé que por lo menos la espera de volver a encontrarnos no se extendiera tanto.

En el pasillo que daba a la sala, él jaló de mi brazo antes de que avanzara.

Quedamos cara a cara y sentí sus dedos sobre mi nuca.

—Te robo un beso de despedida. —Pegó suave sus labios a los míos.

—Usted róbeme lo que se le antoje. —Comencé a agitarme al tener su cuerpo pegado al mío—. Un beso, una caricia. —Toqué su mejilla—, el saludo, la mirada, el corazón.

Mi interior gritaba que lo amaba, quizá se lo dije sin pronunciarlo. En mí no existía duda, pero en él no lo sabía.

«¡Dígame, don Selso, que me ama y seré siempre suya!», supliqué por dentro.

Necesitaba que su boca confirmara lo que me transmitían sus acciones.

Íbamos a fundirnos en otro beso, cuando un tronido nos interrumpió.

—¿Escuchaste? —preguntó Esteban.

No sé bien qué cara puse, pero sé que fue de susto.

Tal vez se trataba de un vecino o vendedor. En el peor de los casos podía ser que alguno de mis hijos regresaba.

—¡Dios mío! —Llevé ambas manos a la cara y vi que todo pasaba más lento. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para reaccionar—. Iré a abrir. Entra a mi cuarto. Si es un vendedor no hay por qué preocuparnos, pero si no, sal por la puerta de enfrente. Lo llevaré a la cocina.

Esteban vaciló en ceder, pero un nuevo toque más desesperado lo convenció. Entró a mi habitación y entrecerró la puerta.

Respiré hondo, acomodé mi blusa y fui a abrir.

La silueta me parecía conocida y ningún vendedor se atrevía a ser tan insistente con su llamado.

Antes de mover la puerta para darle el paso, supe quién era.

—¡Mamá! —De nuevo me faltó el aire, pero esta vez fue por un motivo distinto—. ¿Ese milagro? —fue lo primero que se me ocurrió preguntarle.

Mi madre tenía a los pies dos grandes maletas que parecían pesadas.

—¿Como que qué milagro? —Resopló, irritada—. Sabes que paso la Navidad con la familia. —Me hizo a un lado—. Además, me empecé a sentir mal, busqué un doctor cualquiera y dijo que debía descansar.

Levanté ambas maletas. Sí eran de verdad pesadas.

El temblor en todo el cuerpo me atacó cuando la vi avanzando dentro.

Cuestión de Perspectiva, Ella © (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora