TERCERA PERSONA LXXV

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Annabeth había abierto los ojos de par en par, con el rostro perlado de sudor.

Percy se quedó helado, con el brazo extendido, sosteniendo su lanza, cuyos horcones goteaban manchados del vital tejido carmesí de su compañera.

Annabeth apretó los dientes y cayó al suelo, con un desagradable corte abierto en el lado izquierdo del tronco.

Percy soltó una débil risa histérica.

—Giraste tu cuerpo justo a tiempo...—suspiró.

Annabeth temblaba casi incontrolablemente, bañada en sudor frío y respirando temblorosa.

—M-mi Tsubame Gaeshi... lo esquivaste...—murmuró—. P-pude haberte matado... Percy...

El hijo de Poseidón se dejó caer al suelo, con el cuerpo entero manchado de sangre, casi sin aliento.

—Y tú... dioses... Annabeth, lo siento...

¡Hey, tórtolos!—rugió la voz metálica de Adamantino—. ¡Corten esas putas cadenas de una maldita vez!

El dios zigzagueaba alrededor de las piernas de Tártaro, atacando y haciendo fintas para escapar de sus garras. No parecía estarle causando muchos daños, pero Tártaro se tambaleaba de un lado a otro; saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a luchar con un cuerpo humanoide. Todos los golpes que asestaba erraban el blanco.

Annabeth se llevó una mano a la herida del pecho y apretó el puño, juntando su piel y carne con tanta fuerza que dejó de sangrar en el acto, arrancándose un grito de dolor a sí misma.

Se abalanzó sobre las cadenas que sujetaban las puertas de la muerte. Su espada cortó las ataduras del lado izquierdo con un sólo golpe. Mientras tanto, Percy hizo retroceder a la primera oleada de monstruos que se lanzó contra ellos. Asestó una estocada a una arai y gritó:

—¡Bah! ¡Estúpidas maldiciones!

Las puertas vibraron y a continuación se abrieron emitiendo un agradable: "¡Ring!"

Más monstruos se acercaron en tropel a las puertas. Una lanza pasó volando al lado de la cabeza de Annabeth. Ella se volvió, dio un latigazo a una empousa y acto seguido se lanzó hacia las puertas cuando empezaban a cerrarse.

Las mantuvo abiertas con el pie mientras luchaba. Situada de espaldas al ascensor, por lo menos no tenía que preocuparse por los ataques que vinieran de detrás.

—¡Ven aquí, Percy!—gritó.

Él se reunió con ella en la puerta, con la cara chorreando sudor y sangre de varios cortes.

—¿Estás bien?—preguntó Annabeth.

Él asintió con la cabeza.

—Las arai me han lanzado una maldición dolorosa—abatió a un grifo en el aire de un golpe—. Duele, pero sobreviviré. Entra en el ascensor. Yo apretaré el botón.

—¡Sí, claro!—ella golpeó a un caballo carnívoro en el hocico con la empuñadura de su espada, y el monstruo huyó precipitadamente entre la multitud—. Lo prometiste, Sesos de Alga. ¡Prometiste que no nos separaríamos! ¡Nunca jamás!

—¡Eres insufrible!

—¡Yo también te quiero!

Una falange de cíclopes entera embistió contra ellos, apartando a los monstruos más pequeños a golpes. Annabeth supuso que estaba a punto de morir.

—Cíclopes tenían que ser—gruñó.

Percy lanzó un grito de guerra. A los pies de los cíclopes, una vena roja se abrió en el terreno y salpicó a los monstruos de fuego líquido del Flegetonte. El agua de fuego podía curar a los mortales, pero no les sentaba nada bien a los cíclopes. Los monstruos se quemaron en medio de una gigantesca ola de calor. La vena rota se cerró, y el único rastro que quedó de los monstruos fue una hilera de quemaduras.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesOnde histórias criam vida. Descubra agora