XXV. Deseo

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Estaba más delgado

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Estaba más delgado.

Lyzanthir miró su reflejo desnudo a través del limpio cristal del espejo ornamentado de su habitación y, detrás de las viejas heridas y las venas y capilares de la corrupción envenenando su cuerpo, estaba en los huesos. Dejó caer la toalla por completo para mirar más a detalle, las gotas corrían por su piel nívea y enrojecida por el agua caliente del baño, pero la imagen de las costillas marcadas y las clavículas hundidas no le gustó para nada.

Tenía ojeras en las ojeras, sus pómulos más prominentes que nunca, le sobresalían los huesos de la cadera y odiaba el aspecto que tenía su abdomen sin forma ¿en qué momento se había descuidado tanto? La vida en el mar era complicada cuando estabas acostumbrado a la elegancia y a que te hicieran todo. Lyzanthir delineó el reborde de sus costillas, incómodo con la imagen, debía comer más, entrenar un poco más, pero ¿qué mejor alimento le podía pedir a esa panda de criminales? Sabía, además, que no era culpa de la comida o falta de ella, sino de eso que vivía en su interior.

Lo estaba consumiendo vivo.

Sus brazos se oscurecían desde la punta de los dedos, subía por las falanges, remolinos de tinta cruzaban antebrazo y codo, viajaban por los hombros y se encontraban en su pecho, todos yendo a la misma dirección, salían también desde ahí, yendo por su cuello, bajando por su abdomen, todo desde el mismo foco: su corazón. Un hoyo negro y ponzoñoso estaba ahí, demostraba para Lyzanthir que lo ocurrido fue real, algo había metido su mano ahí arrancándole el corazón, sabía que seguía dentro, latiendo, pero también sabía que era el nacimiento del veneno que lo mataba con cada segundo que dejaba pasar.

A menos que lo alimentara con una vida que no fuese la suya.

A Khalasar.

Aún no lo hablaba con Venia, lo consideraba una información demasiado preocupante como para compartirlo a la ligera ¿cómo llegaba a decirle que todo éste tiempo los dioses estuvieron mintiéndole a toda Paream sobre la creación? No había ni un solo registro de la existencia de El Alquimista de Dioses, Lyzanthir lo hubiera leído hace tiempo ya, se sabía la historia al pie de la letra, sabía más de religión que el propio clero, y ahí estaba, siendo ignorante de la realidad.

Pero no más.

Se vistió en silencio, calzándose un par de pantalones y luego encendió unas varillas de incienso que compró en la plaza. Tomó la silla del tocador y la arrastró hasta el frente del espejo, dónde tomó asiento sin despegar la mirada de su reflejo.

—Khalasar —llamó en voz alta, sin miedo de pronunciar su nombre —. Quiero hablar.

Podía salir mal, podía simplemente ser ignorado, pero Lyzanthir recordaba lo que sintió la primera vez que hablaron, las ansias de poder y de ser escuchado. De ser recordado.

Y sabía que estaba ahí, con él, siempre había una mirada estrellada al borde de sus ojos, solo para desaparecer en algún momento cada vez que se dirigía a él.

La condena de los malditos [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora