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Vítores

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Vítores. Gritos. Silbidos. Derrapes. Exclamaciones de emoción, de sorpresa, de alegría. El rugido de los motores durante apenas medio segundo cuando las coloridas flechas pasan ante mis ojos, pilotadas por esos hombres que levantan a toda la grada cada vez que entran en nuestro campo de visión. Colores, emociones, estímulos, velocidad...

Todo eso no es más que una milésima parte de lo que siento al presenciar por fin una carrera de Fórmula 1 en vivo y en directo.

Bueno, técnicamente ahora mismo no estoy viendo una carrera como tal, sino el final de las sesiones de práctica. El sol se encuentra en lo alto del cielo, iluminando el circuito de Montmeló y la ciudad de Barcelona, ofreciendo la calidez propia de finales de junio. Soy vagamente consciente de la hora, pero podría jurar que siguen siendo las diez de la mañana porque la emoción que me embarga desde que he puesto un pie en este lugar parece haber acelerado el paso del tiempo de forma drástica.

A mi lado, mi padrastro parece estar en la misma situación, ya que observa de pie el espectáculo que se desarrolla a nuestros pies con el embeleso y la ilusión de un niño mirando sus regalos bajo el árbol el día de Navidad. Junto a él están mi tío y mi hermano, con la misma expresión de concentración que nosotros. Apenas hemos cruzado palabra desde que hemos llegado, pero no ha hecho falta, porque nuestros gritos y exclamaciones lo han dicho todo. La euforia me rodea, calando hasta la última molécula de mi ser, como una droga dura.

Y entonces, con esa misma rapidez, todo termina.

—¿Cómo? ¿Ya está? —balbuceo, apartando la mirada del circuito para fijarla en Nacho, mi padrastro—. ¿Ya han terminado las dos sesiones de práctica?

—Eso parece. Ni siquiera sé qué hora es, pero parece que solo han pasado diez minutos desde que entramos, al menos para mí. ¿Lo habéis pasado bien?

Un quejido escapa de mis labios cuando veo que mis acompañantes imitan al resto de las personas que nos rodean para salir de las gradas. La parte más infantil que habita en mi interior me insta a agarrarme a uno de los postes cercanos y quedarme aquí hasta mañana, pero sigo a mi padrastro hacia la salida, limitándome a mostrar mi insatisfacción con un puchero.

—Me ha encantado, pero se me ha hecho cortísimo. No quiero irme todavía, ojalá las prácticas durasen más.

—Atenea, no estés triste, ¡si esto solo ha sido el principio! —me anima Nacho, dándome palmaditas en la espalda mientras me guía fuera—. ¡Tú piensa que todavía queda la quali y la carrera, lo más interesante!

Las palabras de Nacho me animan un poco y trato de pensar en ellas para no entristecerme mientras salimos a la parte exterior del circuito. Nacho siempre ha sabido cómo animarme, desde que era una niña. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía tres años y él vive con mi madre, mi hermano y yo desde que tenía seis. Tengo la fortuna de llevarme bien tanto con ellos como con mi padre. Todo en mi vida se divide en dos de la forma más equitativa posible para disfrutar de mis progenitores de igual manera. Vivo una semana en cada casa desde entonces, por lo que ya apenas me resulta un inconveniente. Paradójicamente, mi desestructurada familia solo lo es en apariencia, porque todos sus miembros se llevan bien y no paso más tiempo con unos u otros. Estamos más unidos que muchas familias con padres casados.

Todo al rojoWhere stories live. Discover now