(1)

33 5 0
                                    

Aquel estruendo me despertó.

Ni siquiera me molesté en abrir los ojos. Ya no.

Sabía que acababan de dejar un plato de comida en la puerta. Sabía que lo hacían cada día.

No había probado bocado.

Mantuve mi espalda fija en el suelo, mis manos sobre mi abdomen y los ojos muy cerrados. No me molestaba en abrirlos nunca.

Ya ni siquiera pensaba en nada. Me había quedado sin pensamientos, sin noción del tiempo y sin ganas de vivir por completo.

Sentía que le daban mordiscos a mi alma con cada hora que pasaba.

Había vuelto a mi. Tal y como me acompañó durante dieciocho años de mi vida, ahora había vuelto. Y la monotonía esta vez fue tan extrema que ni siquiera podía respirar sin sentirme aborrecida de ello.

Me mantenía en esa posición todo el tiempo. Cerraba los ojos. Pensaba (o intentaba hacerlo). Dormía a ratos. Escuchaba el sonido del plato cayendo al suelo y, en el momento, me confirmaba que ya había pasado un día más.

Solo me daban de comer una vez al día. No sabía si era el desayuno, la comida o la cena. Simplemente sabía que era el indicador de que un día más había pasado.

Ya llevaba catorce allí.

Nunca había cambiado nada. Mis necesidades había terminado por hacerlas en una esquina cuando, suplicando y aporreando la puerta, me negaron aquel derecho de ir al baño.

Olía demasiado mal allí dentro. Olía a mis propios desechos, al hedor que mi cuerpo necesitado de una ducha desprendía y, por tétrico que sonase, a animal putrefacto.

Había terminado por acostumbrarme.

Me habían encerrado con ratas muertas, casi como si hubieran intentado castigarme.

A veces me preguntaba por qué seguía viva, por qué no me habían matado. Después respiraba y consideraba que aquel era el verdadero castigo: dejarme con vida. Privarme de mis derechos y de mi misma y dejarme allí para que me pudriera por dentro.

No comía con las esperanzas de que en algún momento mi cuerpo dejase de soportar la falta de alimento y me dejasen descansar en paz.

Debí haber comido. Debí haberme mantenido fuerte.

No sabía que aquel día comenzaría el verdadero infierno.

No abrí los ojos cuando la puerta volvió a abrirse, pero sí que fruncí el ceño con confusión.

«No puede haber pasado otro día tan rápido» Pensé.

Pero como ya ni siquiera me fiaba de mi propia cordura, abrí lentamente los ojos para asegurarme de ello.

Los arrugué en el acto al percibir una luz entrante y molesta que amenazaba a mis córneas sin compasión alguna.

Y, tratando de acostumbrarme a aquella diminuta luz, una mucho más intensa y procedente de una bombilla de la habitación me cegó por completo.

Me incorporé y me cubrí los ojos con el brazo, frunciendo toda la cara en disgusto. Después, parpadee muchas veces. Me obligué a despertar y a salir de mi letargo para comprender lo que ocurría.

Aparté lentamente el brazo de mi cara.

Ni siquiera me dio tiempo a cubrirme de nuevo cuando, lo que pareció un balde de agua helada con hielos, se vació sobre mi.

Aguanté un jadeo y cerré los ojos con fuerza, sintiendo como los hielos continuaron golpeándome la piel y al mismo tiempo me la entumecía por el frío.

Tangible (libro #2) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora