Capitulo I

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Londres, Inglaterra, 1889.


—¡Maldición! ¡No está funcionando!

Aziraphale levantó la vista de su taza de té con los ojos muy abiertos por el repentino cambio de voz. Aún no la había probado; estaba tan caliente que el humo proveniente de ella alcanzaba los mechones rubios de su cabello y le humedecía la frente.

—No tienes que maldecir —replicó él.

—Lo sé, lo lamento.

Su acompañante se levantó desesperado de la silla frente a él en la pequeña mesita circular. Se suponía que sería una tarde tranquila bebiendo té, discutiendo las últimas obras que consiguió para la librería o manteniendo una conversación enriquecedora sobre las nuevas ideas que tuvo el dueño de la casa para escribir un próximo cuento. Sin embargo, esta última temática era la razón del ambiente tenso y decaído que los gobernaba desde que se sentaron en la acogedora estancia.

Desde la ventana, Aziraphale podía observar el bullicio de la ciudad londinense y el traqueteo de los caballos arrastrando los carruajes de las mujeres casadas que llegaban tarde a sus reuniones de chismes semanales.

Despegó la vista del paisaje y miró a su desesperado amigo de nuevo. A veces no podía evitar pensar que los humanos se preocupaban por nimiedades.

—Señor Wilde, debe dejar que las ideas fluyan; si fuerza un pensamiento porque se siente bajo presión, es muy probable que el resultado que obtenga después no sea de su agrado.

El señor Wilde lo miraba de pie a un lado de la mesa de té, con las manos sobre la cintura y esa expresión característica de preocupación que tienen los europeos.

Respiró hondo un par de veces con los ojos cerrados, respiró profundamente una tercera vez y regresó a tomar asiento en la mesa.

—Entiendo eso, señor Fell; créame que el problema no es pensar en una nueva trama. Las ideas me caen del cielo como hojas secas en otoño.

Aziraphale se inclinó sobre la mesa con el ceño fruncido mientras trataba de darle un sorbo a su té. No pudo; seguía caliente.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—El problema es que ya hay una idea rondando mi mente, ya comencé a escribirla y creo tener una estructura estable, pero el elemento más importante aún está borroso. No sé... no sé cómo hacer a mi protagonista.

Una risa se escapó de sus labios.

—La apariencia de un personaje en un libro no es tan importante, señor Wilde; al final, los lectores terminan imaginándolos de distintas maneras.

—Oh, créame, señor Fell, en esta historia sí que es importante.

—Bueno, tal vez si me permitiera conocer un poco más sobre la historia que planea escribir, yo podría darle algunas ideas, ayudarlo a seguir una línea recta.

Esta vez, fue Wilde quien dejó escapar una risa aún más sonora que retumbó en los finos jarrones de mármol de las esquinas de la habitación.

—Disculpe, usted sabe que aprecio mucho sus consejos, pero preferiría mantenerlo alejado de este proyecto.

Aziraphale se irguió sobre el asiento con una gran sombra de incomodidad y ofensa creciendo sobre sus hombros, al tiempo que dejaba la taza sobre la mesa en un tosco ademán.

—¿Por qué? ¿Hice algo para causar su desconfianza?

—No, nada de eso, es solo... Usted suele tener ciertos prejuicios que tal vez rozarían con mis nuevos escritos, no quiero causarle incomodidad.

El retrato de Anthony J. Crowley - Aziracrow.Where stories live. Discover now