Capitulo IV

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—Malditos ricos, todas sus casas lucen igual.

Siguiendo la dirección de la carta, Crowley llegó a un elegante vecindario de casas victorianas. Se paseó al frente de ellas varias veces sin estar seguro de cuál era la correcta; ver en la oscuridad, en definitiva, no representaba un problema para él, pero sí lo era el distinguir casas. La brisa nocturna hacía que las sombras se movieran como criaturas vivas en las calles silenciosas, y solo su impetuosa determinación le permitió dar con la dirección exacta y tomar el valor necesario para lo que estaba a punto de hacer.

Sin pensarlo dos veces, irrumpió en la casa forzando la puerta principal. No le preocupaban mucho las consecuencias; a fin de cuentas, era un demonio, y para su suerte no había ni una sola alma vagando por los pasillos. Los susurros del viento parecían anunciar su llegada, y la casa estaba sumida en una inquietante oscuridad.

En silencio, ascendió las escaleras de la mansión, con sus pasos resonando en la penumbra mientras buscaba la sala principal. Despacio, giró la manija de la puerta y asomó la cabeza, encontrándose con una acogedora sala adornada con una delicada mesa redonda junto a la ventana, repleta de todo un nuevo juego de té de porcelana fina. Pensó en salir y recorrer unas cuantas habitaciones más, pero los rastros de un aroma familiar lo convencieron de quedarse allí.

Se sentó en silencio a esperar en el sofá junto a la puerta, dedicándose a observar con mayor profundidad el resto de la sala: un escritorio vacío en la esquina de la pared derecha, y un gran librero repleto de ediciones recientes ocupaba el espacio en la pared izquierda. El tapiz verde con flores rosadas y anaranjadas le parecía horrible y la elección del mármol café aún más.

De repente, sentado en ese feo sofá grisáceo, con su sombrero negro de ala ancha, sus piernas cruzadas y su característico cabello pelirrojo, Crowley sintió que parecía una figura fuera de lugar en medio de la arquitectura londinense tradicionalista.

Al paso de unos minutos, el sonido de unas pisadas aproximándose por las escaleras delataron la presencia del dueño de la casa. Unos segundos más hicieron falta para que la puerta se abriera de golpe y Oscar Wilde entrara a la habitación, visiblemente agitado.

Al principio, ni siquiera notó la presencia de Crowley en la sala, ya que estaba ocupado dejando algunas pertenencias en el escritorio vacío. Sin embargo, cuando se giró para cerrar la puerta, su corazón dio un salto al percibir la oscura silueta de un hombre sentado junto a la puerta.

Crowley levantó la cabeza y sus gafas oscuras se asomaron por debajo del sombrero, junto a los mechones rojizos de su cabello que adornaban los costados de su rostro. Un grito ahogado escapó de los labios de Wilde, y sus ojos se abrieron de par en par como si acabara de encontrarse con un fantasma.

—¿Sabes hablar? —Preguntó Crowley —¿O solo escribes?

—¿Dorian? —Balbuceó Wilde, sin poder creer lo que veía.

Crowley se levantó del sofá; las comparaciones con el personaje ya habían rebasado su límite de tolerancia y la molestia no dudó en aparecer.

—Sí, hola, soy yo, Dorian —dijo con un tono irónico, revelando su sonrisa enmarcada por sus afilados colmillos —El único problema es que no te conozco, ni tú a mí, y mi nombre no es Dorian.

La mirada de Wilde cambió en un segundo de sorpresa a perplejidad.

—¿No eres Dorian Gray?

—Claro que no, inteligente —respondió negando con la cabeza; su paciencia comenzaba a flaquear —Mi nombre es Anthony J. Crowley, y estoy aquí porque creo que tienes algunas preguntas que responder.

Wilde, aún desconcertado, se acercó a un candelabro y encendió algunas velas, iluminando la sala y revelando el rostro del desconocido. Al ver el parecido entre el hombre ante él y el personaje de su novela, no pudo evitar soltar una risa nerviosa.

El retrato de Anthony J. Crowley - Aziracrow.Where stories live. Discover now