Capitulo II

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Londres, Inglaterra, abril de 1891.


—Pero es mi jefe.

—Es un tacaño idiota, solo míralo.

Una breve pero intensa lluvia había empapado las empedradas aceras de la calle Piccadilly unas horas atrás, y aunque ahora la única prueba de tal evento era el cielo de la tarde teñido de gris, el agua aún no se evaporaba por completo y provocaba los torpes resbalones de algunos transeúntes.

Junto a unas cajas vacías en la esquina de una tienda de bufandas, una mujer yacía en el suelo, temblando como un cachorrito en pleno invierno. Con el cabello enmarañado, intentaba ocultar su rostro abatido y sus ojos vidriosos llenos de preocupaciones.

—No puedo hacerlo, robar no es correcto.

Su nombre era Mary, una madre soltera que luchaba por sacar adelante a sus dos hijos con el miserable sueldo que le daban como cocinera en la panadería a dos cuadras de donde se encontraba. Pero no era suficiente, y los pequeños no habían comido en días, por lo que la desesperación la había llevado a las frías calles de la ciudad a tratar de encontrar una forma de conseguir algunas monedas, sin éxito.

—Tal vez, pero... Piénselo, Madame, ¿usted en verdad piensa que alguna de todas estas personas hará algo por usted?

De pie a su lado, Crowley señalaba con mezquindad a todos los aristócratas que se paseaban de un lado a otro sobre las nubes de sus privilegios, más preocupados por no dañar las telas de sus finos trajes con la humedad que por la mujer que llevaba horas suplicando ayuda.

—No, no lo harán. Si no se ayuda usted sola, Mary, nadie más lo hará.

Con cuidado, ella levantó la cabeza de sus rodillas y cruzó su mirada con la de Crowley, escondida detrás de sus habituales gafas oscuras.

—¿Y si alguien me reconoce? ¿Cómo podría volver a salir a la calle sabiendo que todos me verán como una ladrona?

Las lágrimas se apoderaron de sus ojos y volvió a esconder la cabeza en su polvoriento vestido azul, dejando salir los chillidos de su llanto ensordecedor que llevaba diez minutos reprimiendo.

—Mgh —Por otro lado, Crowley iniciaba a frustrarse, no era particularmente bueno para tratar con los llantos, o con las mujeres, o con las mujeres llorando. —Entiendo su dilema, pero a veces, la vida nos obliga a tomar decisiones difíciles. No se trata de robar, sino de sobrevivir y cuidar de sus seres queridos.

Observándola desde arriba, dejó escapar un suspiro de fastidio. Las pupilas de sus ojos se dilataron por la impaciencia, y cruzó los brazos, mientras se arrodillaba a su lado procurando no dañar sus preciados pantalones de lino al tiempo que susurraba.

—Piensa en tus hijos, Mary. ¿Qué harán si no les das de comer? ¿Quieres que mueran de hambre?

Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer, la idea de robar no le gustaba, pero la imagen de sus hijos enfermos y hambrientos era aún más desgarradora.

—Además —Agregó Crowley —Tu jefe es un insensible, llevas años trabajando para él y sigue pagándote con migajas. Todos esos desvelos y horas extras, las noches exhausta dedicándole tiempo que pudiste pasar con tu familia y tú solo quieres unas cuantas piezas de pan... La verdad, no creo que sea justo.

Mary cerró los ojos con fuerza intentando ignorar las palabras del hombre junto a ella, pero entre más escuchaba, más convencida se sentía, él tenía razón.

Finalmente, suspiró y asintió derrotada —Está bien, lo haré. No puedo soportar ver a mis hijos sufrir.

Por fin, Crowley reveló su sonrisa enmarcada por sus afilados colmillos y le tendió la mano para ayudarla a ponerse de pie —Ha tomado la decisión correcta y nadie tiene derecho a juzgarla. Ahora vaya a la panadería y tome lo que necesita.

El retrato de Anthony J. Crowley - Aziracrow.Where stories live. Discover now