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Lisa dejó caer los brazos, su respiración le acarició la piel húmeda del cuello.

—Tengo que irme.

 A Rosé se le hizo un nudo en la garganta. No podía dejar que se marchase de nuevo. No sobreviviría a una segunda vez. Agarrándola por detrás de los muslos, la levantó en el aire y se quitó las botas y los anchos vaqueros. Vestida solo con calcetines y camiseta, con la polla aún dura y hundida en el coño más dulce del mundo, se la llevó al dormitorio con piernas temblorosas.

—No te irás hasta que oigas lo que tengo que decirte.

—Ya te oí alto y claro la última vez.

 Apretando los dientes, la soltó y la dejó caer sobre la cama. Antes de que pudiera escabullirse, la sujetó de los tobillos, le levantó las piernas y se las separó hasta dejarla bien expuesta.

Bajó la mirada hacia su suculento coño rosado; los carnosos pliegues relucían de deseo.

—No había acabado. No he acabado.

—Bueno, pues yo sí he acabado. 

Rosé se humedeció los labios, hambriento por saborearla.

—Ahora lo veremos.

Leyendo las intenciones de Rosé en sus ojos color avellana, Lisa trató de escapar antes de que volviera dejarla destrozada. Amaba a un mujer herida. Ella estaba dispuesta a aceptarlo si Rosé quería curarse, pero no quería. Cuando ella le había sugerido una cita en la ciudad donde la rubia vivía, en Seúl, la expresión de su cara le había dicho todo lo que necesitaba saber: ella era el polvo de cada dos semanas, su pasatiempo en Las Vegas.

Y todo el mundo sabía que lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. Esa noche Lisa se había marchado de la habitación de Rosé con la intención de no volver. Se había dicho que Roseanne Park era solo una locura pasajera en su vida. Pero verla salir del bar de aquella manera había sido demasiado para ella.

Había dejado a su hermano en la mesa sin ninguna explicación y había echado a correr tras una mujer a la que no podía olvidar. 

«El último polvo», se había dicho.

Y entonces todo habría terminado. Idiota... La necesitaba como una yonqui, y una sola dosis nunca era suficiente. Rosé hincó las rodillas entre sus piernas y su útero se estremeció con impaciencia. Su coño anhelaba que la cubriera aquella boca; su clítoris ansiaba las caricias de su lengua. Le mantenía las piernas abiertas agarrándole los muslos por atrás; su mirada absorta en su carne más íntima.

—Me moría de ganas de comerte —dijo bruscamente—. Me he hecho mil pajas pensando en esto. Ponte cómoda, nena. -Tenemos para un buen rato...

—¡Tengo cosas que hacer! —protestó ella—. No puedo... ¡oh, Dios!

La primera caricia de su lengua le hizo perder el sentido. Fue un beso suave y lento que encendió todas sus terminaciones nerviosas. La siguiente fue más pausada, y le acarició el clítoris con la bola de su piercing.

La vibración de los gemidos de su garganta, y su coño estalló en un espasmo uno tras otro, deseosa de que la llenara con su polla. Lisa agarró con fuerza el edredón.

—Qué bien sabes... —la elogió con voz ronca, deslizando las manos hasta la parte interior de los muslos.

—Tienes el coñito tan suave... Lisa gimió. Rosé le rodeó el clítoris con la boca, trazando círculos ardientes y aleteando con el piercing de la lengua sobre el duro montículo con suaves golpes.

Lisa movía las caderas descontroladamente, empujándolas y meciéndolas mientras se estremecía con otro orgasmo. Antes de conocer a Rosé, tenía suerte si se corría una vez con su compañero sexual de turno. Con Rosé, en cambio, cuanto más la tocaba, más sensible se volvía a su tacto.

Alcanzaba el orgasmo cada vez más deprisa, hasta correrse en oleadas de placer que parecían no tener principio ni fin.

—Fóllame con la lengua.

Jadeó al tiempo que pasaba una pierna por encima de su poderoso hombro para que se acercara. En cuanto la obedeció, lamiéndole la temblorosa raja con golpes suaves y breves, la castaña arqueó la espalda. Agarrando su largo pelo, le cabalgó la boca sin pudor, tan grande era su necesidad de ella.

Había visto a gente que despreciaba a Rosé a causa de su aspecto. Los esclavos de los estereotipos, cuando la miraban, veían una autocaravana y una pandilla de motociclistas. Eran incapaces de ver nada más aparte de los llamativos tatuajes. Sin embargo, debajo de los piercings, la tinta y la descuidada melena había un rostro magnífico de líneas y rasgos clásicos. Podía haber aparecido en una moneda antigua o servido de inspiración para la estatua de un templo, y tenía mucho más dinero de lo que la gente deducía por su estilo desenfadado.

Agarrándola de las nalgas, Rosé le levantó las caderas e inclinó la cabeza. Empujó la lengua aún más adentro y su coño se ciñó irremediablemente alrededor de los rítmicos embates. Lisa se apretó los doloridos pechos bajo el sujetador y se pellizcó los pezones para aliviar la tensión.

—Haz que me corra.--suplicó sin dejar de agitar las caderas. Aferrándose a ella, le besó el coño y luego se retiró suavemente con una leve succión mientras le frotaba el clítoris con la lengua. 

Lo qué pasó en las vegasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora