Capítulo 1. Colapso en Copenhague

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Lo último que pensé que pasaría ese día, sería estar de pie, en el centro de un aeropuerto, con dos maletas a cuestas, sin ningún lugar a donde ir.

Por primera vez en mi vida, no tenía un plan. No sabía cómo era el clima en esta época, no había mirado mapas ni referencias de sitios para visitar, y menos me tomé la molestia de reservar un hotel donde alojar en cuanto aterrizara. Porque el plan nunca fue volar hasta allí.

El plan, era tomar un avión hacia mi nueva residencia en México, asistir a mi propia boda y empezar la vida por la que tanto tiempo había trabajado.

Pero eso nunca ocurrió.

Llegué temprano al aeropuerto cargando dos maletas con lo que era mi vida. Es gracioso como todos tus objetos personales, las cosas que son importantes para ti y que fueron acumulándose en algún rincón de tu armario, pueden caber solo en dos maletas; fotos, recuerdos, cartas. Cosas que son indispensables y de las que no quieres desprenderte. Si quitamos la ropa de la ecuación, incluso podría decir que mi vida cabe solo en un bolso de mano.

En retrospectiva, mi error —o acierto—, fue detenerme a revisar las cosas que estaba guardando. Aún faltaban un par de horas para presentarme en el aeropuerto, así que me pareció buena idea abrir la pequeña caja que tenía los recuerdos de mi madre. No eran muchos, con el tiempo había soltado cosas que conservé durante algunos años, sin embargo, estos objetos los mantuve conmigo desde el día que falleció.

Un prendedor de colibrí hecho con pedrería, que le regaló mi padre cuando se conocieron. Se supone que esto sería mi «algo viejo» en mi boda, y por eso siempre quise conservarlo.

Un pañuelo de seda de color amarillo con flores lilas, que solía usar de todas las formas que se le podían ocurrir. En el cabello trenzado, en el cuello para el frío, en la muñeca como adorno. No recordaba haber visto a mi madre sin ese accesorio y por eso nunca pude regalarlo.

Y por último, un diario de viajes.

Era una pequeña libreta sin nada en particular, que de seguro había comprado en algún bazar del centro, pero ella lo conservaba como su tesoro más preciado. Ahí, describía cada lugar que había visitado, nacional o internacional y lo acompañaba con una foto, un dibujo o alguna estampilla de sus destinos. Dentro, aún se podían ver fotografías de ella, mucho más joven de lo que yo recuerdo, junto a algunos dibujos que hacía de los paisajes que visitaba.

Mi parte favorita del día era sentarme a escuchar sus historias de viaje, cuando debía irme a dormir. A veces se inventaba alguna otra cosa, pero mis preferidas siempre fueron sus historias de viaje.

En la primera hoja, tenía una serie de destinos a los que quería ir, con un objetivo muy concreto. «Beber tequila en México», se leía en uno de los puntos ya tachados. Seguramente entre las páginas me encontraría con una fotografía que lo demostraba.

Repasé algunas de las hojas, sonriendo a las fotografías y lamentándome por los lugares a los que nunca pudo ir. No por falta de recursos ni tiempo. Siempre encontraba la manera de seguir cumpliendo sus objetivos, incluso ya estando conmigo a cuestas.

Hasta que un día ya no pudo cumplirlos más.

Estaba por cerrar la libreta y guardarla junto a las otras cosas que me llevaría a mi nueva vida, cuando repasé el listado de mi madre una vez más. Destinos como Italia, Grecia, Alemania y Francia no estaban tachados. La mayoría eran al otro lado del mundo, donde llegar era más complejo que visitar los países del mismo continente. 

Releí la lista hasta el final. Al otro lado de la hoja, en una caligrafía pequeña, casi al pie de la página, había una leyenda que nunca me detuve a leer hasta ese momento.

Donde el sol se esconde - ONC2024Where stories live. Discover now