Capítulo 10. Correr hacia el mar

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Después de quedarnos un día extra en París para recorrer los puntos turísticos que la lluvia nos había estropeado, tomamos el último tren de camino a Zurich, que nos recibió con su encanto característico; calles limpias y ordenadas, la mezcla perfecta entre lo antiguo y lo moderno.

Recorrimos la ciudad grabando videos, tomando fotografías y preguntándoles a desconocidos por alguna chocolatería para cumplir uno de los deseos de mi madre.

—No digas chocolate suizo, por favor —le susurré a Iker en broma, cuando se acercó a preguntar la primera vez.

Puso los ojos en blanco, aunque no pudo evitar la sonrisa durante la conversación.

Elegimos un lugar, compramos nuestros chocolates y los disfrutamos mientras caminábamos, observando la ciudad y sus habitantes.

Al día siguiente, partimos a Milán.

El sol de la mañana se filtraba por la ventana del tren, pintando de tonos dorados el interior del vagón. Mis ojos se deslizaban por el paisaje que se desplegaba ante nosotros, el verde de los campos suizos se desvanecía mientras nos alejábamos de Zurich.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Iker, desviando su atención del paisaje hacia mí.

—Emocionada —exclamé con una sonrisa. Estaba terminando el boceto de Stonehenge y no podía quitar mi vista de la hoja—. Mi apellido es italiano. Mi padre estará feliz de saber que visité las tierras de nuestros antepasados.

—¿Y tú lo estás?

Levanté la mirada de mi dibujo, y lo descubrí observándome.

—Claro que sí, antes de esto, con suerte había cruzado la cordillera hacia Argentina una vez. Daniel odia viajar. Recorrió tantos lugares cuando joven que no tiene necesidad de seguir haciéndolo. Nunca lo vi como un deseo para mí, así que no le tomé importancia —dije, volviendo a mi dibujo—. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho antes.

Se hizo un silencio que no supe interpretar, cuando levanté la vista otra vez, Iker seguía mirándome de una manera extraña.

—¿Qué pasa?

—Es la primera vez que dices su nombre —explicó, respondiendo mi duda—. Tu prometido, quiero decir.

—Ah. —Estaba tan concentrado en el dibujo, que seguro lo dije sin pensar—. No me di cuenta.

—¿Has..., hablado con él? ¿Aclaraste las cosas?

El titubeo en su voz me tomó desprevenida. Cerré la libreta y la guardé, antes de acomodarme en el asiento del tren.

—No he hablado con él desde el día anterior a tomar el vuelo que inició este viaje —confesé, enrojeciendo por la vergüenza—. No me atreví a dar la cara, solo lo llamé, y como no respondió, dejé un mensaje en su buzón de voz. Me eliminó de todas las redes sociales y tampoco me devolvió el llamado. Asumí que nuestra relación terminó de la peor forma y me olvidé del asunto.

—Samantha... —Mi nombre sonó como una advertencia. El tono que viene antes de ser regañada—. No puedes hacer las cosas de esa forma. ¡Tienes que llamarlo!

—De seguro no quiere saber nada de mí. ¿Para qué insistir?

—Porque solo estás viendo tu punto de vista, no te importa lo que siente él. Quizás no lo amas o... qué sé yo. Pero le debes una explicación madura, al menos.

—Okey... —murmuré, algo enfadada. Su tono era demasiado personal—. Lo haré cuando lleguemos a Milán.

—No. Hazlo ahora.

Donde el sol se esconde - ONC2024Where stories live. Discover now