Esa noche, mientras el cansancio se apoderaba de mí, no podía dejar de pensar en Christian. Había algo en su presencia que se había infiltrado en cada rincón de mi mente, llenando mis pensamientos, mis sueños, mi ser. Sentí una urgencia inexplicable por tenerlo cerca, una necesidad que me quemaba por dentro, incomprensible pero real. Me quedé dormida con su imagen grabada en mi mente, solo para despertar, de repente, con el corazón latiendo desbocado.
El aire en la habitación se sentía espeso, como si algo o alguien estuviera vigilando. Fue entonces cuando lo vi. Una sombra en la esquina de mi cuarto, oscura y casi indistinguible en la penumbra. Mi respiración se detuvo por un instante. La sombra se movió, y conforme la luz de la luna que se filtraba por la ventana tocaba su rostro, lo reconocí.
—Christian... —susurré, mi voz temblorosa y apenas audible—. ¿Qué haces aquí?
Su presencia era abrumadora. Los ojos que alguna vez parecieron cálidos ahora estaban llenos de una intensidad fría, vacíos de cualquier rastro de humanidad. Parecían consumir todo lo que tocaban, incluido mi sentido de la realidad. Su mirada me atrapó, oscura y obsesiva.
—Muy mal, Jade —su voz baja resonaba como un trueno en el silencio de la noche—. Muy mal lo que estás haciendo. ¿De verdad pensaste que podrías alejarte de mí? ¿Creíste que podrías esconderte?
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, como si cada palabra suya perforara directamente mi ser. Mi cuerpo se tensó, mis manos se aferraron al borde de las sábanas con desesperación. Sabía que estaba atrapada, sin posibilidad de escapar. Christian avanzó lentamente, sus pasos firmes resonaban en mi habitación como el eco de una sentencia. La cama se hundió bajo su peso cuando se sentó en el borde, inclinándose hacia mí con una mirada que mezclaba deseo y una ira contenida que solo me hacía sentir más vulnerable.
—No... no es lo que parece —balbuceé, tratando de encontrar palabras, cualquier excusa que pudiera salvarme, pero el miedo hacía que mi voz temblara. Sabía que mis intentos eran inútiles.
Christian se inclinó aún más cerca, su rostro a centímetros del mío. Podía sentir su aliento, frío y perturbador, acariciar mi piel como una advertencia. Sus ojos estaban fijos en los míos, llenos de algo oscuro, algo que no podía descifrar, pero que me aterraba.
—¿Qué hago aquí? —repitió, su tono era casi un susurro, pero cargado de una furia tan contenida que me paralizó—. Estoy aquí porque eres mía, Jade. Es hora de que lo aceptes.
Su mano se levantó lentamente, rozando mi mejilla con una suavidad engañosa. Su toque debería haber sido tierno, pero solo sentí la amenaza implícita en cada movimiento. Mi piel se erizó bajo su caricia, y su sonrisa, carente de cualquier rastro de calidez, solo amplificó mi miedo.
—Esto no puede estar sucediendo... —mi voz se quebró mientras intentaba procesar lo que veía. Mi mente no podía comprender cómo había entrado, cómo era posible—. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué quieres de mí?
Christian sonrió, pero era una sonrisa oscura, vacía de toda humanidad. Era una sonrisa de poder, de posesión, de alguien que sabía que tenía el control absoluto.
—No importa cómo llegué —su voz se volvió más suave, más amenazante—. Lo que importa es que nunca te has librado de mí. Te sigo, te observo. Cada vez que piensas que eres libre, Jade, estoy ahí. Siempre estaré ahí.
Sus palabras eran veneno para mi mente, filtrándose lentamente, envenenando cada pensamiento. Sentí cómo el pánico me envolvía, cómo la desesperación empezaba a apoderarse de mí. Intenté moverme, apartarme de él, pero era como si mi cuerpo se negara a obedecerme. Estaba atrapada, prisionera de su presencia, de su voluntad.
Christian se inclinó aún más, su rostro tan cerca del mío que podía ver cada detalle de su expresión: la dureza en sus ojos, la tensión en su mandíbula, la determinación inquebrantable de alguien que no aceptaría un "no" por respuesta. Su respiración se mezclaba con la mía, cada palabra suya era una cadena que se cerraba más y más a mi alrededor.
—Eres mía, Jade —susurró, con una firmeza que no dejaba espacio a dudas—. Y cuanto antes lo aceptes, mejor será para los dos. Porque esta es la realidad. No hay escapatoria.
Las paredes de la habitación parecían cerrarse sobre mí, cada palabra suya un recordatorio de que estaba sola, de que no había forma de evitarlo. Intenté apartarme de él, pero sus manos eran como grilletes alrededor de mis muñecas. Me tenía atrapada, sujeta, sin posibilidad de moverme. Sus ojos seguían fijos en los míos, un abismo de posesión del que no podía escapar.
—Por favor, vete —mi voz era apenas un hilo, quebrada por el miedo y la desesperación—. Déjame en paz.
Pero Christian solo rió, una risa baja y perturbadora que retumbó en mis oídos como un eco interminable.
—Nunca —dijo, su tono oscuro y lleno de certeza—. No hay escapatoria esta vez. No puedes huir de mí, Jade. Eres mía. Siempre lo has sido, y siempre lo serás.
Se inclinó aún más, sus labios rozando los míos en un gesto que debería haber sido tierno, pero que estaba cargado de poder. Era un beso de control, no de afecto. Podía sentir su dominio en cada caricia, en cada movimiento. Intenté resistirme, pero mi cuerpo no respondía. Mi mente luchaba, pero mi ser estaba atrapado en la red que él había tejido a mi alrededor.
—Cada hombre que toque tu piel, cada sonrisa que no sea para mí... lo sabré. Siempre lo sabré —sus palabras eran una amenaza velada, un recordatorio de que él estaba en todas partes, de que no había forma de esconderme de él.
Sus dedos se deslizaron por mi brazo, acariciándolo con una suavidad que solo reforzaba su control sobre mí. Cada toque era una declaración de poder, una afirmación de que yo le pertenecía, de que no había escapatoria.
—¿No lo entiendes? —su voz era un susurro venenoso en mi oído—. No puedes escapar de mí, Jade. Soy parte de ti, más de lo que cualquier otro podría ser. Tu cuerpo, tu mente, tu alma... todo me pertenece.
Intenté apartarme de nuevo, pero sus manos se cerraron alrededor de mis muñecas con más fuerza, sujetándome en mi lugar. Mi resistencia solo parecía alimentar su obsesión, sus ojos brillaban con una intensidad perturbadora.
—¿Por qué haces esto? —logré preguntar, mi voz rota por el miedo—. ¿Por qué no me dejas en paz?
Christian se inclinó aún más cerca, su rostro tan próximo al mío que podía sentir el calor de su aliento. Su mirada era un abismo de control y deseo, una mezcla tan intensa que me dejaba sin aliento.
—Porque no puedo —dijo, su voz un susurro lleno de promesas oscuras—. Porque eres mía, Jade. Y no puedo dejarte ir. No lo haré. Nunca.
Sus labios se movieron sobre los míos, reclamándome en un beso que no era de amor, sino de puro dominio. Podía sentir la fuerza de su posesión en cada segundo que ese beso duraba, como si estuviera marcando su territorio, dejando claro que no había escapatoria.
Intenté girar mi cabeza, pero su mano se deslizó hacia la parte posterior de mi cuello, sujetándome firmemente. No había forma de apartarme, no había forma de escapar.
—Déjame mostrarte lo que significa ser mía —susurró, su voz baja y peligrosa, cargada de una certeza aterradora—. Déjame enseñarte que no hay escapatoria, que no hay nadie más para ti que yo.