02: Macarrones reales

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08 de septiembre, 1997

7:05 AM

No traía mis gafas puestas cuando cogí la correspondencia un lunes cualquiera de septiembre, de modo que no noté de inmediato el sobre que me cambiaría la vida.

Para ser franco esperaba cualquier cosa luego de haber sido nominado al Print, salvo esa carta. La cifra de ventas de mis obras no hacía más que subir, en especial aquellas crónicas con las que encontré mi voz como autor prescindiendo de mi casi nula experiencia académica, pues renuncié a la carrera del periodismo cuando perdí a mi padre a sólo un año de graduarme. A veces, cuando el insomnio toquetea las paredes de mi consciencia con sus uñas de gato callejero, puedo escuchar la voz de mi madre diciéndome que nos iríamos a la India.

Yo le dije que no, de inmediato. La respuesta fue más un reflejo que una premeditación. No me malentiendas: había ido dos veces a visitar a mis familiares allí en mi vida, y para ser completamente franco, no dije que no porque no quisiera vivir en la India. Dije que no porque tenía una carrera por terminar en Inglaterra.

Tenía entonces veintidós años y una casa familiar vacía. Mi madre, junto a mis demás familiares indios, estaban ahora unidos a kilómetros de distancia. Convencerla de irse sin mí no fue tarea fácil. Yo era un estudiante a tiempo completo y la muerte de mi padre para ella sólo daba paso al augurio de una soledad acezante y una devoción destructiva a los deberes del hogar. Podría decirse que le supliqué que se fuera sin mí como respuesta a sus insistencias en quedarse conmigo, hasta que finalmente accedió a regresar con su familia en su país natal bajo la única condición de que si me metía en aprietos se lo hiciera saber, pero que por nada en el mundo se me ocurriera abandonar la carrera, porque de lo contrario ella misma vendría y me llevaría a la India con ella tirando de mi oreja derecha todo el camino de ser necesario.

Mi familia paterna, en la otra mano, constaba apenas de un par de tíos y primos en Escocia, y una madrina en York con quién hablé por última vez a los doce años. A pesar de negárselo a mamá, las deudas no tardaron en acumularse sobre mis hombros, de modo que no tuve más opción que abandonar la universidad para poder trabajar a tiempo completo y saldar los gastos cotidianos con la esperanza de un día alcanzar la estabilidad financiera y reanudar mis estudios. Cuando llegó el año en que se esperaba mi graduación, tuve que ingeniarmelas inventando excusas cada vez más remotas: que tomé un semestre para hacer voluntariados, que decidí añadir asignaturas necesarias para una futura maestría, que esto y lo otro y que por favor, mamá, no vengas a Londres aún, por el amor de Dios.

La carrera a medio terminar de periodismo en mi currículo me consiguió un empleo de mediodía como editor asistente de un periódico local de Covent Garden, lo cual, siendo sincero, no me brindó tanto dinero, pero sí lo suficiente para pagar la renta de un pequeño departamento en la zona, y contactos y relaciones que forjaron los escalones que me han elevado de nivel. El empleo que sí me daba qué comer, por otro lado, era el de vendedor en una tienda de electrónica donde cobraba un salario más justo y comisiones por determinadas cantidades de ventas. El último trimestre del año era siempre el más productivo, por lo que aprendí a culminar diciembre con un buen fondo de ahorros por varios años consecutivos, a cambio de ir renunciando un poco más a terminar la carrera cada enero por mero conformismo al lugar al que me abrí paso en el rubro periodista sin una licenciatura en la mano.

En cuestión de los primeros tres semestres trabajando en el periódico de Covent Garden, por ejemplo, me gané el aprecio y confianza de varios editores, pero ninguno como Quentin Montague. Quentin, además de editor, era también el encargado de la columna de recomendaciones literarias semanal y había sido profesor de física por muchos años cuando el cabello aún le era negro, pero de aquello sólo quedaban remanencias que plasmaba en sus libros de ciencia ficción. Él tenía cincuenta y tantos años cuando lo conocí, y sus anécdotas me propiciaban tal admiración que inspiró la primera crónica que escribí. Luego, cuando el Párkinson que venía arrastrando por décadas dejó de ser tratable y sucumbió al destino fatal, los editores accedieron a publicar mi crónica como tributo a su memoria, sin saber que aquello sería la clave para obtener una beca y finalmente culminar mis estudios en periodismo en la Universidad de Westminster.

Flores bajo el sofá #PGP2024Where stories live. Discover now