Capítulo 2

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 Habían pasado dos años. El caer de la primavera trajo consigo un tiempo de buenas cosechas y prosperidad. Diana y su madre vivían bastante bien; ganaban el suficiente dinero para seguir adelante y tenían comida para todo el año. Su tío venía de visita de vez en cuando para ayudarlas, lo que conseguía alegrarle la vida. A Diana le gustaba pasear por las montañas con él, en las que casi únicamente había cultivos. Había una arboleda cerca de su granja que se convirtió en un refugio para ella. Allí se sentía libre. Estaba lleno de pinos, robles y arbustos. Entre ellos siempre había algún pequeño animal como ardillas y pájaros.

Sin embargo, aún con la edad de diecisiete el deseo de escapar de aquel mundo permanecía clavado en ella. Con el tiempo empezó a necesitarlo casi tanto como respirar. Deseaba hacer un viaje a algún lugar que excediese los límites de lo imaginado. Quería explorar el mundo, saber qué había más allá de Tao, hacer amigos nuevos y observar las estrellas en un cielo no contaminado por la luz de la civilización humana. Ansiaba rodearse de naturaleza y sentirse parte de algo mayor. Era como si hubiera algo, un instinto en su ser que le estuviese pidiendo a gritos todo aquello.

Y eso iba a ser algo muy difícil, o incluso imposible. Su alma se encogió. El aire parecía falso en su interior y sentía que algo en ella iba a explotar.

Por desgracia, la primavera no solo trajo buenas cosechas y alegría. Un día pasó algo que se quedaría en su mente para siempre, incrustado en su ser. Una cosa que, por primera vez en años, le hizo llorar de verdad.

Pasó el último día de clase de la semana. De camino a casa tuvo una mala corazonada, como si algo en el ambiente anunciase un mal presagio. Un escalofrío la recorrió repentinamente, acompañado de un sentimiento de vacío que empezó a hacerse notar en su interior.

Cuando llegó a su hogar se sorprendió por el misterioso y amenazador silencio que había en casa. Buscó a su madre, con el corazón agitado. La encontró al lado del huerto, llorando desconsolada. Tapaba algo con una manta.

El mismo escalofrío de antes volvió a recorrerla.

—¿Qué pasa...? —interpeló con tono de alarma y preocupación.

—Hija... Rocco... —empezó a decir, nerviosa. Diana adivinó lo que iba a decir.

Pero no quería aceptarlo.

—¿Q-qué? No... N-no... —pronunció, atropellando las palabras.

—Diana...

—¡No, no puede ser! —alzó la voz. Una poderosa angustia se instaló en su pecho y empezó a devorarla—. ¡D-debe ser mentira! No puede... No...

—Ya sabes que desde hace unos días ya parecía no sentirse bien, estaba sufriendo. Hace unos minutos me lo encontré aquí así... Era ya muy viejo, hija.

A Diana se le heló la sangre. Todo a su alrededor pareció detenerse y desmoronarse como si estuviera hecho de arena. Enmudeció, porque el mundo dejaba de tener sentido. Porque todo era una pesadilla, tenía que serlo.

Pero no lo era. Y por eso se dejó caer de rodillas al suelo, devastada. El mundo parecía estar hecho de nada. El nudo en su pecho se agrandaba y su alma se fragmentaba en mil pedazos. Las primeras lágrimas dieron paso al resto. Lloró desconsoladamente, desgarrándose la garganta y gritando al cielo. Lloró hasta que le dolía, pero no tanto como lo que sentía en su corazón. Quitó la manta que lo cubría y abrazó a Rocco. O a lo que quedaba de él, solo una cáscara vacía que poco a poco perdía su calidez. No percibía ni una gota de vida latiendo en él, se había ido. Ya no estaba. Rocco había dejado el mundo.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo como una venenosa serpiente que terminaba en forma de dolorosas lágrimas. Sus latidos eran como pesados pasos hacia un negro abismo.

Su madre la abrazó de forma maternal y no la soltó hasta que el llanto pareció amainar, pero nada bastaba para hacer desaparecer la negrura que tiñó su alma.

¿Por qué le pasaban tantas cosas? Rocco era su mejor amigo. Uno de los pocos seres que la apoyaban y la entendían. Pero el tiempo se lo había robado, junto con cientos de recuerdos que ahora parecían borrosos y lejanos ante ella. El tiempo era el enemigo, siempre lo había sido. Arrebataba todo cuanto podía, como un peligroso huracán. Se llevaba lo bueno y hacía eterno lo malo. Partía el corazón de formas inimaginables. Separaba y creaba distancias imposibles.

Ahora se sentía sola, perdida y sin rumbo en un mundo que no era para ella.

La vida le daba lecciones, quizás para hacerla más fuerte. El mundo era cruel y despiadado. Afilado como un puñal y solitario como un desierto. Siempre lo había visto así.

—Es hora de entrar ya, cariño —dijo mientras le limpiaba las lágrimas, tras unos quince minutos—. Él no habría querido que te sintieras triste.

—No. Iré luego —respondió, con dificultad para respirar debido al llanto. No quería que su madre la viese llorar—. Necesito estar sola...

—Vale...

Diana se derrumbó del todo cuando su madre se fue. Ni siquiera había podido despedirse. Decirle adiós. Mirarle a los ojos por última vez. No había estado a su lado en sus últimos segundos, acariciándolo para que no tuviese miedo de ir allá donde se iba. Ya no escucharía sus ladridos. Ya no volvería a sumergirse en aquella mirada de luz, no volvería a tocar su suave pelaje, no volverían a correr juntos por el campo...

Tenía frío, pero no le importaba. En aquel momento, el frío era lo único que le demostraba que estaba viva. Porque sintió que su corazón fallecía. Porque parecía ya no latir.

Solo quería que su perro se volviera a levantar. Quería que todo fuera una terrible pesadilla. Se tumbó entre la hierba mientras sus lágrimas recorrían sus mejillas lentamente y caían al suelo para luego ser engullidas por la tierra. La misma que guardaba los restos de todo ser vivo mientras volvían a formar parte del todo.

Los demás animales de la granja captaron su tristeza y se acurrucaron a su alrededor, aislándola del frío y consolándola. Apoyándola para que fuese fuerte y que su corazón no terminara de congelarse. Ovejas, vacas y cabras con sus crías, gallinas y algún que otro pato. Todos la arroparon y le transmitieron el calor que necesitaba en aquel momento.

Cayó en un pesado sueño cuando sus ojos no pudieron aguantar más.

El ladrido de su perro se perdió en el cielo en sus sueños.


❖ ◦ ❁ ◦ ❖


Diana se despertó, pero no estaba donde tenía que estar. A su alrededor había una extraña neblina difusa. Todo carecía de sentido, había elementos flotantes que no debían estar ahí, libros y muebles que parecían escapar de la ley de la gravedad. 

De repente, un ladrido. Se giró, alarmada, y su perro se encontraba sentado frente a ella. Diana sintió una alegría inmensa que se mezclaba con el dolor y la confusión. Era un sueño, tenía que serlo.

¿Qué....? ¡Rocco!

Sin embargo, cuando intentó tocarlo, el animal se marchó corriendo. Diana se levantó y fue tras él, suplicándole que volviera. La niebla se hacía más intensa a cada paso que daba y todo se hacía más oscuro. De repente, una figura de la que solo pudo adivinar una sutil silueta se paró frente a ella. El perro ladró, pero Diana no pudo entender lo que dijo esa vez, lo que era extraño. Alzó la vista, y esa figura le devolvió la mirada a pesar de no tener rostro ni forma. Se alejó, abrumada, y el extraño se adentró en la niebla hasta desaparecer. Su perro se quedó sentado ahí, mirando hacia donde había desaparecido.

¿Qué intentas decirme, Rocco?

El animal empezó a difuminarse junto con la niebla.

Solo le dio tiempo a escuchar una sola frase antes de que todo desapareciese.

"Más allá."

Lo que la niebla ocultóWhere stories live. Discover now