Capítulo 4

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Las semanas pasaron y la primavera vistió aún más aquel mundo. El recuerdo de Rocco seguía latente en ella como un pensamiento que llegaba fugaz de vez en cuando. Todo su mundo quedó sumido en tinieblas permanentes y envueltas de pesimismo. Pero la tristeza y las lágrimas se habían difuminado para dejar paso a una frustración cargada de valentía.

Aquel día se le iba a hacer tarde para clase. El asunto de su perro y el misterioso libro le habían robado el sueño los últimos días, y ahora estaba agotada. Pero no dejó que el cansancio pudiera con ella y se fue a clase con la mirada baja y un revuelto de pensamientos en su cabeza.

De camino allí se cruzó con un camión que llevaba consigo unas jaulas con animales cuyo destino era el matadero. El enorme vehículo estaba parado, así que decidió acercarse a hurtadillas. Diana miró con ojos de compasión a los pobres animales que allí yacían. Cerdos, vacas y algunas gallinas gritaban por ayuda mientras estaban estrechos y sin espacio entre ellos. Al profundizar en sus miradas sintió un tremendo sentimiento de tristeza, cansancio y desesperación que empezó a hincarse en su ser. Tenían miedo y habían sufrido mucho. Tuvo la certeza de que esos pobres animales sabían su destino y le estaban pidiendo ayuda con sus dulces e inocentes ojos... Las montones de heridas que se hallaban en sus lomos, patas y caras demostraban el inútil intento de salvarse o incluso del maltrato por parte de humanos. Estaban doloridos. Estaban asustados. Habían tenido una triste y cruel vida desde que nacieron.

Una llama furiosa chispeó en todo su esplendor dentro de ella. La mirada de Rocco en su memoria parecía rogarle que salvara a aquellos pobres seres. ¿No se podía mantener una ganadería justa y sin maltrato? ¿En ese maldito reino no podían ver a los animales como algo más que trozos de carne y productos para el consumo? Eran vidas. Vidas que habían tardado en crearse. Vidas que tenían emociones, que sufrían, que merecían dignidad.

Diana no lo pensó dos veces. Le dio igual llegar tarde a clase. Debía ayudarlos. Si no lo hacía, iría en contra de sus principios.

Siguió al camión un rato, hasta que el conductor estacionó y salió para hablar con alguien. La chica trepó hasta las puertas y las abrió con sutileza y cuidado, forzando la cerradura. Quitó los seguros de las jaulas, notando el olor a sangre y a suciedad que engullía el ambiente. Cuando abrió las prisiones, los animales llenos de euforia y agradecimiento salieron corriendo a esconderse y se perdieron por los campos. Diana sonrió con orgullo.

El ruido de los animales debió alarmar a los dos hombres, porque aparecieron enseguida. La observaron incrédulos.

—Pero ¡¿qué demonios haces?! —gritó el primer hombre—. ¿Es que eres tonta, niña?

—¿Quién es? —preguntó el segundo.

Ella se mantuvo callada, mostrando una mirada de odio hacia ellos.

—Ya sé quién eres... ¡Eres la misma muchacha que abrió las jaulas de los pájaros que iban a la tienda de mascotas!

—Y la que liberó a los perros que se dirigían a la perrera —añadió el otro.

Diana estalló de indignación. Apretó los dientes y fulminó con la mirada a aquellos hombres. A aquellas bestias. Su corazón habló con la ira que lo consumía.

«¡Los animales merecen una vida mejor! ¡Sois unos monstruos! ¡Os creéis los seres más superiores del planeta, pero solo sois unos bárbaros!», gritó en su mente. Pero aquello no lo pronunció, porque sabía que no serviría de nada usar sus palabras.

Se fue corriendo como si no hubiera mañana mientras los dos hombres la perseguían. Pero Diana era más rápida y ágil y consiguió darles esquinazo tras unas calles. Aquello era tan fácil como un juego de niños para ella.

Lo que la niebla ocultóTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon