La caza

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Tres figuras extendían un enorme pareo sobre la arena húmeda de la playa. El hombre y la mujer cargaban, además, un lustro a sus espaldas, lo que les dificultaba la acción, a la que su pequeña criatura de diecinueve años y tres meses ayudaba con satisfacción. A ella, como a su madre, también le encantaba la playa, aunque nunca llegaría a intuir la relación tan intensa que la mujer que tenía delante y las aguas a su derecha habían logrado establecer.

<<Oh, la familia feliz ha regresado...>>- sintió la mujer en su cabeza esta frase, pronunciada con un deje sarcástico que la sacó de quicio. Pero esta vez, no podía comentarlo con nadie. Hacía cinco años que no podía hablar de veras con nadie, a parte de sí misma y el teléfono que, secretamente, ocultaba los mensajes de su ángel de alas centelleantes.

Recordó entre los tambores que aceleraban su pulso aquella fatídica noche, cinco años atrás. <<Debes dejar de verle>>. Recordó cómo su marido le había estado acariciando los brazos, la cara, como si temiera que si le quitaba las manos de encima, si dejaba de sentirla, ella iba a desaparecer como si fuera una ilusión. A ella, el pecho le había dado un brinco. No imaginaba por qué él le estaba pidiendo aquello. <<¿Por qué?>>- preguntó inocentemente, realmente intrigada. Su mente había decidido protegerla del temor que realmente sentía, por la inminente separación de su ángel de alas de mariposa, enmascarando el miedo con curiosidad. Él la había mirado entonces con los ojos muy abiertos, como si le sorprendiera aquella pregunta, y la mujer se había sentido estúpida y desconcertada. <<Porque no puedo estar contigo mientras estás... ya sabes... con otro hombre. No soy así. No me va eso de compartir>>. Entonces había caído en la cuenta. <<Amor, no es ese tipo de relación la que tengo con él. No es como lo tuyo y lo mío. Si te preocupan los encuentros carnales, no hemos tenido ninguno>>.

<<¿No te ha tocado?>>. Ella se había planteado decir que no, pero había sentido entonces sobre sus labios el sabor de los de su salvador, su suavidad, recorriendo sus brazos, haciéndola estremecer. Se le había erizado el vello de los brazos al recordarlo. <<Sólo un beso. Una vez.>> Él la había mirado como si le hubieran apuñalado. Entonces ella le había explicado que no había sido un beso de amor. Y era cierto. Se habían saboreado como se saborea una manzana después de pasar días sin comer. Se habían abrazado como lo habrían hecho dos viejos amigos que hubieran pasado mucho tiempo sin verse. Había sido un encuentro repleto de amor fraternal, dos marcianos que se habían reconocido en terreno desconocido.

Volvió al presente, y miró a su marido, dejando la bolsa con la crema solar, las gafas de sol, y demás sobre el enorme pareo. No estaba segura de si había logrado entenderla entonces, pero si no era así, había decidido enterrar su dolor y aceptarla, y ella se sentía suficientemente satisfecha con eso. Le había pedido que no lo volviera a ver, así que imaginaba que no acababa de confiar en las intenciones de ella, o en las del hombre que la había engatusado. Ella había aceptado, y tras una semana de incomunicación entre mariposa y ave, con llamadas sin contestar, mensajes sin responder, finalmente había vuelto a caer en sus redes, atraída por la necesidad de sentirse comprendida, de mantener sus alas, en lugar de intentar arrancárselas. No quería caer, junto a su amado. Quería poder estar cerca suyo, pero en el aire.

<<Así que no has sido capaz de desatarte...>> había escrito él, cuando ella le había explicado la situación. <<No he querido hacerlo. Le quiero demasiado y no quiero que sufra>>. <<¿No has querido o no has podido?>>. Ella había leído el mensaje, pero lo dejó sin contestar. No tenía ganas de indagar en los motivos que la habían llevado a tomar la decisión de quedarse, porque tenía miedo de lo que podía encontrar. <<Perdona, no quería forzarte. A cada uno le lleva su tiempo tomar la decisión>>. ¿Es que no podía entender que ella ya la había tomado?

Playa de mi vidaWhere stories live. Discover now