Capítulo 2 |

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Existe algo tranquilizador a la par que inquietante en la idea de perderse en el laberinto de cuadros que adornan las paredes de una galería de arte

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Existe algo tranquilizador a la par que inquietante en la idea de perderse en el laberinto de cuadros que adornan las paredes de una galería de arte.

Es tan sencillo caer. Ni siquiera conoces a quien firma los lienzos y, pese a ello, te dejas embaucar por él y aceptas su morbosa invitación de abrirse en canal frente a ti. Porque sí, sabes que no todo lo que encontrarás ahí dentro será belleza y moralidad. Eres plenamente consciente de que hallarás una versión atípica de lo primero, pero esperas con ansias haber dejado atrás lo segundo. A poder ser en la entrada, junto al abrigo y el resto de pertenencias que recogerás más tarde, cuando te hayas impregnado de las vísceras de aquel artista sin nombre.

El ambiente se vuelve cálido, casi hogareño, a medida que avanzas por sus obras y entre vosotros surge una intimidad que te reconforta y abruma a partes iguales. Quieres enlazarte con ese desconocido de un modo visceral y que te cuente aquello que le perfora las entrañas, pero al mismo tiempo quieres huir despavorido en la dirección contraria.

Cuando por fin dejo de divagar, tengo el corazón en un puño y bombeando como si acabara de correr una maratón. Someto a un escrutinio minucioso al cuadro que hay frente a mí, ese que ha conseguido dejarme sin aliento de un solo vistazo. El paisaje muestra un cielo encapotado a punto de desatar una tempestad sobre la playa a sus pies, que estaría desértica de no ser por la presencia de la joven que le da la espalda al público. Tiene la ropa húmeda y pegada al cuerpo, quizá por la lluvia o la ferocidad con la que las olas estallan a sus pies, y el cabello destartalado por el viento.

Debajo del cuadro, en una placa, la firma del autor grabada en oro: Darren Mauer.

—¿De qué crees que estará huyendo?

Me volteo hacia la chica que se ha ocupado de sacarme de mis cavilaciones y escupirme en el mundo real. Lo primero que pienso al verla es que, así cruzada de brazos y piernas, parece un tornillo y que, además, le faltan unos cuantos por terminar de enroscar en la sesera. Su cabello morado como la remolacha está perfectamente peinado hacia atrás y brilla bajo los focos de la galería. Lleva un delineado grueso en los párpados y viste con un corsé negro que se adapta a su esbelta figura y unos pantalones ceñidos del mismo color.

—¿Un pasado tormentoso, tal vez? —canturrea. Su voz es musical y está llena de vida, al contrario que todo lo demás que puede percibirse de ella a simple vista.

Posee una belleza tétrica que hace imposible no pararse a mirarla, aunque a ella parece importarle tres hectáreas de mierda lo que piense el resto al verla, y que asocio de inmediato a las muñecas de porcelana de mediados del siglo pasado. Es inquietantemente hermosa, de piel tersa y apariencia delicada, aunque sus ojos oscuros solo muestran una sólida entereza difícil de quebrantar.

—No huye. Si huyera lo haría de sí misma y eso es físicamente imposible lo mires por donde lo mires. Está buscando a alguien —me limito a decir, viéndome de nuevo en el ojo de aquella tormenta hecha a trazos.

Llueven sueños sobre Main StreetWhere stories live. Discover now