Capítulo 4 |

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Me encantaría decir que lo terminé mandándole a la mierda, pero mentiría

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Me encantaría decir que lo terminé mandándole a la mierda, pero mentiría. Al final le he invitado a la maldita copa.

Me iba a retirar cuando Kim ha aparecido de la nada y me ha arrastrado, con esa actitud distendida y los ojos llenos de vívida efervescencia, a unirme a su pequeño festejo. Pequeño relativamente, porque hacían más ruido que un elefante en una cacharrería. La graduación del alcohol que pasó por nuestra mesa aumentó a medida que pasaban las horas y resultó en que todos y cada uno de los presentes acabó con una borrachera increíble que apenas les permitía articular dos palabras inteligibles seguidas.

Hemos salido del Jungle's pasadas las tres y media de la mañana y, nada más poner un pie fuera, nos hemos encontrado con un diluvio universal sacudiendo la urbe. Es entonces cuando nos hemos dispersado y cada cual ha corrido en una dirección hacia su casa. Yo la primera porque, al contrario de la mayoría de los acaudalados allí presentes, no tengo la suerte de vivir en el centro económico de la ciudad, sino en el extremo opuesto. Allí donde la altura de los rascacielos cesa y sólo se levantan sobre el pavimento pequeños y maltrechos edificios propios de la zona limítrofe de Los Ángeles.

Llego a la estación del metro con el cabello chorreando sobre los hombros y la incómoda sensación de la ropa húmeda pegada a mi piel. Siento un ligero mareillo producto del alcohol que hace que la cabeza me dé vueltas de campana. Por suerte, el tren pasa al instante y me atrinchero en el primer asiento libre que encuentro.

Reprimo un bostezo y miro al panel que marca las paradas. Aún me quedan varias por delante para llegar a mi destino y el traqueteo del metro, que me mece de un lado a otro del asiento como si fuera una cuna, me está poniendo difícil no dormirme ahí en medio. Me doy un zarandeo en un intento de despejarme porque es tarde y hay pocas personas en el vagón y, siendo sinceros, no apostaría porque ninguna de ellas no guardase un cuchillo de carnicero con el que abrirme las tripas bajo el chaquetón. En el mejor de los casos, uno de ellos me desplumaría en cuanto cerrara los ojos.

Me sorprendo al notar, tras un repaso rápido a lo ocurrido en las anteriores horas, que estoy contenta. Lo cual es todo un logro si tengo en cuenta que llevo un año en íntegra decadencia.

La noche ha salido bien. Quizá no como esperaba, aunque tampoco sé bien qué esperaba cuando me planté frente a la galería. Me habría conformado con poder ver a Darren de lejos, entre bastidores. Con eso hubiera sido suficiente, un chute de adrenalina para mi frustrante vida que me daría las fuerzas para seguir un poco más. Sin embargo, había obtenido más que aquello.

La curiosidad me ha llevado a conocerle personalmente, además de tirarle la copa encima.

Tampoco es que haya hablado mucho más con él después de compartir bebida en la barra del bar. Hemos intercambiado un par de frases y compartido alguna que otra mirada al estallar las risas en la mesa, pero sin más. El resto del tiempo yo me he limitado a quedarme en un segundo plano dentro de la celebración y observar la felicidad emergente entre las personas que capitaneaban la mesa. Darren no era una de ellas. Participaba puntualmente en las conversaciones, pero siempre que lo hacía se cubría de gloria.

Los sueños de Darren pertenecen a un mundo sombrío donde la oscuridad se extiende hasta confines inhóspitos. Frío y húmedo gracias al relente de la noche que se adueña del lugar. Silente a excepción de los gritos que se escuchan de vez en cuando y hacen eco en su mente.

A veces dudo que sean humanos. Otras veces me convenzo de que sí lo son porque, aunque me recuerdan a los graznidos de los cuervos, rezuman dolor. Y no dolor físico, sino un dolor consciente. Humano. Apegado a la vida no por mera supervivencia, sino por un anhelo egoísta de querer conservar todo aquello de valor (recuerdos, enseñanzas, personas) que se pierde al morir.

Ahora que lo he conocido puedo ver las similitudes entre la realidad y la versión que me había figurado de él. Yo me lo había imaginado vistiendo completamente de negro y con las uñadas pintadas del mismo color, taciturno y con un rollo gótico de lo más estético.

Darren tiene un aura de vibración baja y una presencia mortecina que precede a su éxito como artista, que se nota que soporta únicamente porque le apasionaba el arte pero que desearía poder obviar. Es algo así como la versión popular de un integrante de la familia Adams, seguro que en el instituto las chicas babeaban por él.

—Darren Mauer.

Su nombre escapa de mis labios como un suspiro cuando me escurro por el respaldo del asiento con los ojos cerrándose por el cansancio.

—Darren Mauer —repito una vez más.

Cierro los ojos definitivamente con el metro todavía en marcha. Deseo que me lleve lejos, o lo suficiente cerca para ayudarme a encontrarme. Aunque sé que nada de eso sirve en realidad.

Ningún tren me llevaría lo bastante lejos de mis problemas, porque todos ellos forman parte de una unidad indivisible: yo.

William Shakespeare dijo una vez que el ser humano estaba hecho del mismo material con el que se tejían los sueños. Desde entonces no he dejado de preguntarme si es cierto y, de serlo, en qué lugar me deja eso a mí, que no sueño y, en cambio, soy una experta en colarme en los sueños de los demás.

Empiezo a dormitar con la idea de que "hay trenes que solo pasan una vez en la vida" torturándome, dado que yo estoy de forma explícita frente a esa tesitura. Porque sí, no había mejor mezcla que la de una mujer inestable y un dramaturgo del siglo XVI para provocar una crisis existencial.

Así que esta historia empieza como lo hace la mayoría. Érase una vez...

Un sueño.

*

Ahora sí, por fin entramos en lo que va a ser la historia.

Espero de verdad que le deis una oportunidad y la disfrutéis tanto como lo estoy haciendo yo, porque literal esta novela me ha revivido.

¡Os leo en comentarios, bombones!

Besitos de chocolate, 

LeenCandy.

Llueven sueños sobre Main StreetWhere stories live. Discover now