di nuovo

492 37 7
                                    


Los años habían pasado rápidamente, apenas sin detenerse para darme un suspiro.

Recuerdo que la primera vez que la extrañé no fue tal y como imaginaba. No fue inmediatamente, ni poco después. Fue algo así como al quinto mes, una noche en la que me dirigía a mi habitación después de haberme pasado por la cocina. La puerta de ella siempre permanecía cerrada, pero en aquel momento estaba un poco abierta.

Sin saber muy bien por qué, la abrí, asomándome en la que era su habitación, y observando también a Klaus tumbado encima de su cama. Me acerqué a él y comencé a acariciarlo, observando lo distinto que se sentía el lugar aunque todo siguiera igual.

Allí, los recuerdos inundaron mi mente. Tal vez fue por el hecho de intentar evadirla de todos los medios posibles, como evitando mencionarla, entrar a su habitación o manteniendo esa puerta siempre cerrada. Las lágrimas no tardaron en salir por mis ojos y me derrumbé en ese mismo momento. El dolor consumió cada parte de mi ser, un dolor intenso, como punzadas por todo mi cuerpo.

No podía evitar pensar en sus ojos, unos ojos que siempre que me miraban tenían un brillo inigualable, unos ojos que no supe apreciar como debía en su momento. Su risa tampoco salía de mi cabeza, como tampoco su tacto en momentos en los que tanto necesitaba su presencia, sin dejarme solo. Su valentía, la forma en la que se lanzó de aquel puente tras de mí, en sus ojos observando la determinación que sentía, aunque presos del pánico.

Klaus no me dejó aquella noche. Parecía que él también la extrañaba.

Recordaba, después de tantos años, aquella frase que me dijo aquella noche: para ser amado, o para dar amor, no hay que tener miedo; hay que tener valor. Y yo tenía todo el valor del mundo para amarla, incluso después de haberla perdido.

El miedo se había ido, pero ya era demasiado tarde.

Después de un día cansado ya me dirigía a mi habitación. Aquella noche me había ido a dormir después de haber arropado a los hijos de Nica. Estaba fuera unos días por el aniversario de bodas con su marido, Luca, por lo tanto, yo cuidaba de los niños.

Una vez entré en mi habitación y me escondí del frío entre las mantas, cerré los ojos, adentrándome en un profundo sueño.

Pero era distinto.

Al principio, todo parecía estar borroso. Hasta que un campo lleno de flores se fue visualizando a mi alrededor, con un tranquilo lago junto a una acogedora casa. Varios pájaros cantaban y mariposas volaban alrededor mío. Era precioso.

Vaya, vaya, cuánto tiempo.

Mi respiración se congeló y mi corazón pareció detenerse por unos segundos, para comenzar a latir como loco. No me moví, no podía hacerlo.

Una mano se colocó sobre mi hombro con delicadeza, haciéndome girar suavemente. Una vez mis ojos se reencontraron con los suyos, se inundaron de lágrimas. Mi alrededor se detuvo, dándome el tiempo para observar cada detalle de ella, su mirada, su sonrisa calmada, su cabello cayendo de forma delicada por sus hombros, su vestido blanco.

Traté de decir algo, pero no podía. Era incapaz. Era como si tuviera un nudo imposible de desatar en mi garganta que impidiera que cualquier palabra saliera de mis labios.

Vacilante, como si cualquier movimiento fuera a hacer que desapareciera ante mi, elevé mi mano, dirigiéndola a su mejilla, acariciándola. Una vez sentí su piel bajo mi palma, un sollozo salió de mis labios.

Hola —saludó con voz dulce, como si fuera la más bella de las melodías tocada por los ángeles.

Hola —tartamudeé.

STELLE, rigel wilde Where stories live. Discover now