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PATRIK

Siete de julio.

Nunca podría olvidar aquella fecha.

Los cumpleaños eran especiales. Se solía recibir saludos, algún detalle especial o un pastel por el simple hecho de existir y haber aguantado un año más de vida. Yo lo disfrutaba. Solía salir con mi familia por las tardes, responder los mensajes de felicitaciones desde mi celular e ir a algún antro por la noche con mis antiguos compañeros de la universidad, aunque hubo épocas solitarias en las que me conformaba con observar la luna desde el jardín mientras comía un pastel de arándanos, o dar un paseo en bicicleta por la ciudad. Me la pasaba bien, con o sin compañía, por lo que no entendía por qué a Rochel le disgustaba tanto.

Cuando la clase terminó, ella quiso volver sola a casa, a pesar de que insistí en llevarla. Lo curioso fue que al volver al escritorio y ver que el asiento que ocupó estaba deshabitado, me di cuenta del enorme vacío que había dejado.

Fue estúpido que durante la noche en la que debía terminar mis pendientes Rochel fuera mi único pensamiento, pero era porque tenía que preparar sus sesiones para la siguiente clase y ver la manera en que perdiera el miedo de hablar en el idioma.

Eran casi las dos de la madrugada cuando mamá entró a la sala para darme un vistazo.

—¿Qué haces aún despierto? —preguntó.

—Trabajo —resoplé—. Nunca se termina.

Mamá se sentó en el mueble luego de haberse preparado una taza de té. Pasaron varios minutos en los que creí que se había quedado dormida, pero cuando me volteé para verla, la vi observando el tocadiscos que decoraba nuestra vieja cómoda.

—Cariño, ¿te molesta si pongo música? Me aburro en mi habitación.

—Adelante. No hay problema.

En cuestión de segundos la música invadió el piso. Sus gustos eran muy variados. Tenía una gran colección de discos en la misma estantería donde colocaba mis libros. Algunos los había comprado ella y otros fueron regalos de papá. Fue inevitable recordar mi infancia, esos tiempos en los que mis padres ponían aquellas canciones a la hora de cenar o en festividades como año nuevo.

De pronto, unos sollozos me alarmaron. Vi a mi madre, quien se encontraba llorando con el puño encima del pecho. Probablemente la música le había traído malos recuerdos.

Fui a hacerle compañía al instante. Me senté junto a ella y la abracé delicadamente. No soportaba verla tan triste.

—Madre, creo que deberías...

—Estoy bien. —Se limpió las lágrimas con la manga de su bata—. Solo fue una recaída. Estoy bien.

Le dije que siguiera llorando, que se desahogara en lugar de reprimir sus emociones como lo había hecho desde que papá nos dejó, pero era algo testaruda. Al verme tan preocupado, trató de animarme con caricias en mi cabello. A pesar de que estaba sufriendo tanto, ella solo pensaba en mí. Y eso era una de las demostraciones más grandes de amor que había recibido. Probablemente las había recibido tantas veces, pero hasta aquel momento fui consciente del gran esfuerzo que le llevaba el tratar de mostrarse bien para sus hijos.

Pasó una larga media hora, pero al menos me aseguré de que mamá dejase de lloriquear. Se entretuvo limpiando los discos que habían llevado años empolvados.

—Esa jovencita que vino hoy es la misma a quien enseñabas antes?

—Sí. Rochel —le seguí la conversación.

—Berit —susurró—. Me dijo su nombre al llegar. Es muy encantadora.

—Lo sé. Ella vive lejos, por el bosque.

—Se ve algo mayor.

—Está en su último año de bachillerato. El próximo año cumplirá veinte. Creo que no pudo estudiar durante un año.

—Ya veo... —Dio un último sorbo a su bebida—. La próxima vez deberías invitarla a cenar. Nunca hay suficiente gente en la mesa.

Parecía haberme leído la mente.

—Sin duda. Algún día se lo pediré.

El día que el amor se marchiteWhere stories live. Discover now