Damas:

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—Vamos —ordenó Maximiliano y avanzó por la cuadra, que estaba casi desierta a esa hora. Una mujer con un gorro de gastronomía y un delantal salió de una panadería a fumar y se los quedó mirando con fijeza.

—¿No dijiste que sólo entraban mujeres? ¿Cómo vamos a entrar? —preguntó Manuel.

El hombre abrió la puerta sin contestar y de inmediato se toparon con una mujerona enorme y muy maquillada, llevaba una peluca roja y un cigarrillo saliendo de su boca despintada. Su vestido blanco y lleno de plumas de colores la resaltaba a kilómetros. Los miró frunciendo el ceño.

—No se permiten hombres. —Se detuvo de golpe y en su rostro apareció una enorme sonrisa cuando reconoció a Maximiliano—. ¡Oh, mi Sabri! ¡No te había reconocido, mujer! ¿Cómo estás, cariño? ¡Tanto tiempo ha pasado!

Rojo como la luz que se colaba desde una puerta interior, el sujeto la saludó como a una vieja amiga.

—Sí, sí... He andado por ahí. ¿Cómo has estado, cariño?

La mujer hizo un mohín y se encogió de hombros. Luego le dio un beso en la mejilla, mientras lo tomaba de la barbilla.

—Como siempre —dijo.

—Vienen conmigo. ¿Podemos pasar?

—Por supuesto, cariño.

La mujer le guiñó el ojo y los dejó pasar. Manuel lo miró de forma interrogadora, sin embargo su amigo no se dio por aludido. Sabía que había sido un cliente regular de varios bares, sin embargo no de uno como aquel. Recorrieron un pequeño pasillo, que más parecía una antesala, y abrieron una doble puerta toda pegajosa al tacto. Las luces de colores casi los cegaron. Estaba oscuro, a pesar de que fuera la luz ya se había expandido por la ciudad. Allí siempre era de noche.

El bar nudista era un lugar pequeño, con una plataforma redonda en el medio donde bailaban dos chicas de manera erótica. Dos mujeres sumamente borrachas estaban abrazadas frente a ellas, de espaldas a la puerta. Reían y le daban dinero a una de las mujeres, que parecía ya haber pasado los cincuenta. Había mucha gente dando vueltas y otras sentadas en mesas de madera, que habían sido colocadas alrededor de la tarima. Tres empleadas, vestidas como dios las trajo al mundo, servían a la concurrencia. Una de ellas pasó al lado del grupo y Manuel no pudo evitar mirarla.

—No veo a Romina —dijo Ava, parándose en puntas de pié. Maximiliano le respondió que tampoco. Al no oír a Manuel, Ava se dio vuelta y lo vio distraído.

—¡Quieres concentrarte! ¡Hay que encontrarla!

El hombre se puso colorado y balbuceó unas disculpas que nadie oyó por el ruido y la música. Ava negó con la cabeza y rió.

—¿No es aquella de allá? En la barra —dijo de pronto Maxi.

La rubia de campera roja estaba discutiendo con una de las mujeres que atendían la barra. Sus pechos caían hasta la mesada y parecían barrer el polvo que la cubría. Ava dio un rodeo y se acercó a ellas, sin fijarse en nada más. En un momento, la mujer rubia se dio la vuelta, la reconoció al instante. Era Romina, definitivamente era ella, solo que se veía tan mayor con el corte de pelo y el maquillaje que parecía haber envejecido diez años. La joven tomó un vaso que le pasaron y se dirigió hacia una puerta trasera, mientras apuraba el trago de un solo sorbo. Antes de que llegara a ella, Ava la alcanzó.

—¡Espera!

—Sólo bailo —le respondió la joven rubia con voz cansada y casi sin mirarla.

—¿Romina?

La chica se dio la vuelta y se quedó mirando a Ava con la boca abierta. No esperaba verla y menos en aquel lugar.

—He estado buscándote...

Ecos de la memoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora