«No le temo a la muerte. Vivo para asesinar». Trece chicos y chicas entrenados. Una expedición al abismo. Solos unos pocos saldrán con vida.
Disfrazada como sus enemigos, Lhyss se une al plan suicida para vengarse de quienes le arrebataron a su herm...
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Bosque de los Anhelos, 5971 aps (Escala de presión abisal)
Camino entre los árboles, contemplando la estela de luciérnagas que me acompaña o, mejor dicho, que traza el sendero de huellas que estoy recorriendo, y el bombeo atropellado del corazón en mis oídos es lo único que perturba el silencio que se cierne sobre mí. En un momento dado, dejo de examinar la dirección de las pisadas porque tengo el mal presentimiento de que estos insectos se dirigen al mismo lugar.
Primero, me tropiezo con la capa arrugada de Kowl en el suelo. Trago saliva, diciéndome a mí misma que es imposible que los deseos se cumplan con tanta rapidez aquí abajo, y aunque sé que me intenté convencer de que la desaparición de Kowl sería beneficioso para mis planes, rezo para que todo esto sea un malentendido. Acelero el paso, notando la urgencia en que de repente deja de importarme si las hojas crujen y revelan mi posición si así puedo reencontrarme con él antes. Lo segundo que casi se enreda en mis botas es su cinturón, con la espada envainada y el bolso de cuero que colgaba de él.
Cuando me llevo el cinturón al hombro, advierto que mis hombros han comenzado a teñirse del polvillo dorado que desprenden las luciérnagas. No me paro a analizar el ambiente, mucho menos al toparme con la túnica negra de Kowl. Por primera vez desde hace mucho tiempo, siento el verdadero pánico a la pérdida, a no poder volver a ver o escuchar la voz de alguien. La neblina blanca sigue sin permitirme ver más allá de lo que necesito, y la sensación de culpa por no haberme despertado a tiempo para detener a Kowl empieza a ahogarme.
Las armas me pesan. El polvillo se me cuela entre la ropa produciéndome un escozor más incómodo que la idea de deshacerme de las prendas. Los pensamientos se me nublan, guardo la daga y, de repente, el movimiento de mis piernas obedece al camino sin saber a dónde me estoy dirigiendo. Justo cuando no resisto más la tentación de soltar todo lo que llevo a cuestas y arrojo sus pertenencias al suelo, veo la orilla que se extiende a mis pies. Subo la vista al enorme lago que tengo delante de mí.
A Kowl, que está de pie dentro del agua. Las luciérnagas que revolotean alrededor le alumbran el cabello en su nuca y la espalda desnuda creando un paisaje asombroso. Sin embargo, hay algo extraño en la belleza de esa imagen.
Pese a que intento llamarlo con todas mis fuerzas, no encuentro mi voz y él sigue adentrándose en la profundidad que pronto le rebasa la cintura. Mi instinto, o mi falta de él por el aletargamiento que me está desorientando, me insta a quitarme las botas. También la capa, el corsé armado y mi bolso atado a la cintura, y deslizo la camisa de lino por encima de mi cabeza para despojarme de ella. Me rasco la piel de los brazos, allí donde el polvo se ha colado, incluso en la herida que por algún motivo ya no me duele, y lucho contra mi propia mente por alcanzar a Kowl.
El agua congelada me entumece las piernas al entrar en el lago, aunque me devuelve la claridad de los pensamientos por un instante y eso me ayuda a aligerar la marcha. Logro recortar la distancia entre nosotros a zancadas, pero ni siquiera el ruido que hago con mi cuerpo al cruzar la corriente del agua consigue acaparar su atención.