III

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Desde que estoy sola en casa no acostumbro a dormir mucho. Sin embargo, hoy mis ojeras están pronunciadas en un grado tan preocupante que me veo obligada a recurrir al maquillaje para ocultarlas. En estos últimos dos días no he tenido más de unas cinco horas de sueño. Una molesta pesadez invade todo mi cuerpo en protesta por el agotamiento autoinducido. Me tomo una taza de café amargo y cojo una manzana del refrigerador. La combinación, al menos, resulta suficiente para mantenerme despierta toda la mañana.

Estoy todo el día evitando el contacto visual con cualquiera de mis compañeros. Hoy, más que nunca, necesito mantenerme alejada. Aun así, a la hora del almuerzo, me hallo incapaz de entrar en la atestada cafetería sin sentir que me voy a desmayar. Decido irme y perder la última clase del jueves, tampoco es como si alguien fuese a notar mi presencia.

Voy directo a casa. Estaciono el coche, entro y arrojo mi mochila en el piso del recibidor. Estoy mareada y un molesto dolor de cabeza amenaza con inmovilizarme el resto del día. Cojo un Redbull del refrigerador y me tomo una aspirina en un intento desesperado de detener la migraña. La ropa de invierno es pesada y aparatosa, eso no favorece para nada a mi agotamiento, así que me desvisto y cojo un pijama en el cuarto.

Al bajar otra vez al recibidor y acostarme en el sofá no puedo dejar de mirar cómo se me pega la piel a los huesos de las caderas. Es una vista terrible. Dios. Esto debe parar. Enciendo el televisor con el mando a distancia y hago un esfuerzo sobrehumano para concentrarme en la película que están pasando. Creo que la conozco de antes y me gusta. ¿Cómo se llama? Ah, sí, «La vida es bella». ¿Cuándo fue la última vez que la vi? Puede que hace un año, en el noviembre pasado. ¿O acaso era octubre?

―No, era noviembre ―recuerdo justo antes de cerrar los ojos.

Tengo un sueño muy liviano, me despierto la primera vez que suena el timbre. El dolor de cabeza remitió, gracias al cielo. Abro y cierro los ojos para acostumbrarme a la luz. El timbre suena de nuevo. Frunzo el ceño y voy a abrir la puerta sin recordar la razón por la que debo hacerlo. Bastante listo de mi parte, lo mismo y dejo pasar a un asesino en serie, pero... Oh.

Lo acabo de ver y acabo de recordar todo de repente. Antón pasa sin saludarme y su presencia dentro de mi casa causa el mismo efecto en mí que un balde de agua fría. ¿De verdad dormí cuatro horas corridas?

Antón me mira de arriba abajo y alza una ceja.

―¿Te olvidaste de que vendría? ―pregunta.

De forma inconsciente, volteo a ver el pijama estampado con calaveras rosadas que tengo puesto. Maldita sea. Mi imagen debe ser penosa, tengo el cabello desordenado y amarrado en un moño improvisado. Además, como decidí maquillarme en la mañana, seguro luzco como un payaso.

―Puedes excusarme un minuto. ―No lo pregunto y tampoco le doy tiempo para responder. Me voy al baño corriendo.

Dios, ¿acaso todo tiene que salirme mal? Debo hacer algo con mi enmarañado pelo, lavar mi cara, mis dientes. ¿Debería cambiarme el pijama? No da tiempo. Quizá Antón ya se marchó, tengo miedo de salir y no encontrarlo.

Pero está ahí, sentado en un taburete frente a la isla de la cocina. Eso me recuerda que lo único que comí hoy fue una manzana. Mis hábitos alimenticios son terribles, si de verdad planeo quedar embarazada, debo cuidarme más. Vuelvo a mirarlo. De repente recuerdo la razón por la que le pedí que viniera y el estómago se me revuelve. Me acerco a él y me tiemblan las manos, tengo que ocultarlas en el bolsillo del pantalón.

SuyaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant