La Vida sigue

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I

—Hola, ¿Cómo están? Buenas noches.

—¡Erika, mi amor! ¿Qué haces por aquí?

—Ya sabes a lo que vengo, lo que siempre me has ofrecido desde que quedaste hipnotizado por mi belleza.

—¿Estás segura? Recuerda que firmarás contrato de exclusividad conmigo por fecha desconocida, — las manos callosas del hombre joven e inescrupuloso dejaban mostrar un enorme anillo de oro que le quedaba apretado en el dedo índice — Si lo firmas, no habrá marcha atrás... Si escapas, ya sabes tu destino.

—¡Basta de rodeos!, préstame tu estilográfica.

—¿Estás segura?

—¡Maldición! ¡si!

Hubo un pequeño lapso de silencio, los guardaespaldas del jefe estaban estupefactos, ya que nadie podía alzarle la voz al dueño del bar El Jinete Azul, Y quién lo hiciera... ¡Dios mío! Tendría un final horrible con sicarios incluidos y expediente policial abierto.

El joven hombre sonrío, se levantó de su escritorio y se acercó a ella.

—Recuerda, ahora te llamas Erika.

II

La tía Sylvia siempre había sido una mujer de carácter fuerte y resolutivo, y aunque su vida estaba llena de decisiones cuestionables, abandonarla en la playa no le había provocado el más mínimo remordimiento. La tarde en que Eleanor desapareció, la brisa del mar parecía susurrarle que era hora de un cambio. Había pasado demasiado tiempo al cuidado de su sobrina, quien, aunque dulce y obediente, la había mantenido anclada a una vida monótona y predecible.

Así que, tras dejar a Eleanor con la falsa promesa de regresar pronto, tomó un desvío hacia el camino que conducía al bullicioso centro comercial. Mirando atrás, se sintió incluso aliviada; el mar se tragaba a una Eleanor que, con su inocencia, no conocía la intención oculta detrás de ese encuentro. A medida que se alejaba, la imagen de la chica se desvanecía de su mente como la espuma de las olas al romperse.

Pasaron los días. Sylvia continuó con su vida, disfrutando de la paz en su hogar, de las cervezas heladas en el porche y de las reuniones con amigos. Aparentemente, todo parecía normal. Pero en el fondo, había una inquietud creciente sobre cómo manejar la situación de Eleanor. Finalmente, tras varios días de reflexión, decidió poner una denuncia por la desaparición de la joven, convencida de que eso mantendría las sospechas a raya. Era una jugada inteligente: un movimiento para salir ilesa de aquel embrollo. La policía, al recibir su denuncia, la miró a los ojos y aunque ella observa la preocupación en sus rostros, no sintió culpa, solo un imperceptible deseo de seguir adelante.

Todos los sirvientes conocían de las salidas clandestinas de Eleanor a fiestas nocturnas y bares baratos, por lo que el caso fue cerrado rápidamente debido a esos antecedentes de chica libertina.

Unos días después, con la denuncia ya en marcha y las investigaciones policiales en su apogeo, Sylvia se sintió libre. Era el momento perfecto para escapar de la realidad y organizar un viaje. Por fin podría hacer lo que realmente le gustaba: explorar, divertirse y olvidar. Así, con una maleta ligera y una sonrisa en el rostro, se embarcó hacia un destino soleado, dejando atrás la playa que una vez había sido testigo de su desdén y de la desaparición de Eleanor.

Mientras caminaba por la nueva ciudad, disfrutando de cada momento, no podía evitar sentir un ligero zumbido de satisfacción. Para Sylvia, Eleanor había sido solo un capítulo en un libro que estaba ansiosa por cerrar. Sin remordimientos, sin peso en su conciencia; la libertad era su única preocupación ahora.

III

La conversación, con la cual empezamos el encabezado de este capítulo, nos permite inferir una situación muy dolorosa que sucede en el día a día, la cual debe hablarse con cautela y discreción para no recibir una calificación para adultos en la ley RESORTE. Dejarse vender por un techo y algo de comida no es digno de señoritas que aún no han entregado su virginidad.

No volveremos a tener ocasión para hablar del antipática e indiferente tía Sylvia, basta con culminar en aclarar que después de emprender su viaje, aparecieron noticias en diarios franceses, las cuales encontraron un cuerpo ahogado en el río Sena, aún sin identificar y con pasaporte e identificación falsa.

La muerte de Sylvia fue un acontecimiento que, a primera vista, parecía pasar desapercibido en la pequeña comunidad donde había vivido. Su carácter arisco y su comportamiento distante habían alejado a la mayoría de quienes la rodeaban, y aunque su presencia había sido constante en el vecindario, la noticia de su fallecimiento no causó la conmoción que uno podría haber esperado.

De hecho, para sus allegados más cercanos, la noticia trajo un suspiro de alivio. Había sido una mujer de temperamento difícil, famosa por su indiferencia hacia los demás y su incapacidad para conectar emocionalmente. Aquellos que habían sido parte de su entorno, ya sea por obligación o por lealtad adquirida, sentían que la vida continuaría sin las tensiones que ella había generado durante tanto tiempo.

Sin embargo, la muerte de aquella mujer huérfana de sobrina tuvo consecuencias más profundas. Sus empleados y criados, quienes durante años habían trabajado para ella cumpliendo órdenes y lidiando con sus caprichos, se encontraron de repente en una situación precaria. Sin un aviso previo, su despido había llegado con la frialdad de la muerte. Lo peor de todo era que Sylvia no había dejado ningún abono para ellos, ningún pago que compensara las horas de esfuerzo en su servicio.

Desempleados y sin su último sueldo, los empleados de Sylvia se miraban entre sí con preocupación y desolación. No solo se sentían traicionados por la mujer a la que habían servido, sino que también se encontraban atrapados en un mar de incertidumbre. La culpa se infiltraba en sus corazones; algunos de ellos sabían que habían soportado su comportamiento con paciencia y resignación, pero ahora, sin ella, solo había un vacío que pronto se llenaría de problemas económicos.

—¡Maldita vieja! Tuvo que morirse justamente antes de que fuese día de pago...

Los días pasaron, y la vida continuó en el vecindario como si nada hubiera sucedido. Las risas resonaban en las casas vecinas, los niños jugaban en las calles, y la rutina marcaba el compás de cada jornada. Pero aquellos que habían servido a Sylvia llevaban consigo la carga de una tristeza sutil, una mezcla de alivio por la ausencia de la tiranía y de angustia por el futuro incierto que les esperaba. Y así, en silencio, la vida avanzaba, dejando atrás a una mujer solitaria y una incertidumbre colectiva que apenas empezaba a desperezarse.

¡Ah! Faltaba un pequeño detalle: Nadie se acordó de Eleanor. Ya nadie recordaba su cara y, debido a un desinterés que era la careta con la que había quedado ante todos, nunca se enteró de esta fatídica noticia.

Así pasaron 2 años.

La joven EleanorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora