Prólogo.

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El olor a metal era asfixiante. Las sacudidas de la camioneta eran violentas, pero nadie tenía el valor de imponer queja alguna. Natalia, por fin, en una de esas sacudidas, se despertó. El viaje hacia Moscú era duro pero, pese a eso, la pelirroja sabía que lo peor no se había presentado todavía. Con los ojos cansados, pudo comprobar cómo una chica, un par de años mayor que ella, tomaba una bolsa. Aquella era la segunda vez que la veía vomitar. En aquel momento se habría molestado en preocuparse, pero el frío le impedía mostrar cualquier sentimiento de pena hacia ajenos. Con cierta duda, intentó mover los dedos de las manos, pero éstas estaban congeladas. Era la única que no tenía guantes.

En su asiento, observó horrorizada cómo la compañera que tenía a su izquierda, que aún dormitaba, permanecía totalmente quieta. No era la primera vez que alguien moría en un viaje tan duro. Con levedad, la roja le tomó el pulso. Sí, seguía viva. Por una parte se alegró, y por la otra sopesaba la idea de que nunca tendría sus guantes. Normalmente, cuando muere alguien, se hace un reparto -supuesta mente equitativo- de las pertenencias entre las demás. Después, se tiraba el cuerpo a la carretera. Con recelo, Romanova desvió la mirada. Ninguna de ellas tenía familia, ninguna de ellas tiene a alguien que la eche de menos –o eso era lo que les habían dicho-. Si alguien moría en el viaje, nadie se iba a preocupar. A lo mejor era una buena noticia que falleciera a su lado. Tal vez podría coger lo mejor antes que nadie; al fin y al cabo, ella les daría un buen uso. Negó con la cabeza ante la idea. La pelirroja apenas sabía quién era, apenas recordaba nada de su pasado. La última imagen que había tenido al salir de Stalingrado era la empuñadura de un arma golpeando el tope de su sien.

Cuando se despertó, apareció ahí, y lo único que recordaba era su nombre y lugar de procedencia. Pero ella, pese a que recibiera un golpe antes de partir, no era la única. Casi nadie recordaba nada. Al principio, eran unas doce, todas adolescentes de distintas edades pero de constitución física similar. Sin embargo ahora sólo quedaban cuatro en aquel vehículo que, durante un tiempo, fue su único hogar memorable. De vez en cuando, veían algún que otro guardia salir de la parte de delante, pidiendo a gritos que bajaran la voz. Según decían algunas, era porque se encontraban circulando algún punto de control.

La nieve caía ahora más fuerte. El vehículo frenó, y todas repentinamente se alarmaron. En cada parada que hacían, -que no eran muchas-, la reacción era la misma. Esta vez, acertaron; ya habían llegado a su misterioso destino. Los guardias abrieron las puertas y, después de seis meses, las chicas salieron del vehículo. Fuera, la noche era aún más fría. Desde su posición, Natalia pudo apreciar cómo otras chicas salían de otros camiones que se encontraban aparcados horizontalmente. "Así que no viajábamos solas" pensó. Durante todo el camino, ninguna se había bajado, y sólo tenían como paisaje el viejo y aburrido color marrón de la parte interna del camión. Nunca sabían si estaban en un pueblo o en una ciudad, y su única luz era una triste vela; una vela que mantenían encendida siempre. Pese a que en aquel momento el cielo era oscuro, estaba amaneciendo.

El pitido de un silbato fue lo que las despertó totalmente. En aquel momento, todas dejaron de frotarse los ojos y se pusieron firmes. La nieve seguía cayendo, y pequeños copos comenzaron a enredarse en los cabellos pelirrojos de la rusa, avivando así la intensidad de los mismos. Una figura alta y gruesa se alzó ante ellas. En aquel momento, dejando por fin de lado el cielo, Natalia observó la existencia de un edificio detrás de éste. Un edificio que le daba un mal presentimiento, al igual que el hombre que ahora yacía frente a ellas.

—Bienvenidas a todas. Soy el sargento Dokorotich y hoy, con vuestra presencia, abrimos un programa, llamado "Viuda negra". Un programa, de importancia vital para nuestro país—. Un pequeño barullo interrumpió el discurso. Romanova, sin embargo, no podía dejar de pensar en el frío que tenía y que iba a acabar en cualquier momento con su corta vida. La voz del hombre era profunda, y firme. —¡Silencio! —. Gritó este, alzando ahora el tono. La roja estaba en una de las primeras filas y, con horror, contempló el masacrado rostro del sargento, quien aparentaba perfectamente unos 50 años. —Habéis sido seleccionadas por vuestra capacidad de actuación, por vuestra inteligencia y, gracias a esas habilidades, crearemos armas humanas —.

El hombre, con sorna, sonrió. Una sonrisa que le volvió el rostro lívido a Natalia, quien sentía un repentino mareo.

— ¡Bienvenidas a la Sala Roja! —.

"Natalia Romanova, la última Viuda."Where stories live. Discover now