Las desgracias aparentes

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"Yo muero extrañamente...No me mata la vida

no me mata la muerte, no me mata el amor;

muero de un pensamiento mudo como una herida...

¿No habéis sentido nunca el extraño dolor?"

Lo inefable, Delmira Agustini.


Zenda.

El rubor era perfecto. Sentía las mejillas suaves, como si fuera la piel de un recién nacido, los pómulos me adelantaron lo que sería la verdadera gracia de mi rostro pulido. Tenía la frente en alto; la nieve, el frío, hacía un color distintivo en mi suave tez dorada, de bronceado artificial pero completamente igual.

El hábito si bien era antiguo, pasado de moda y completamente ahogado ya que era muy cubierto, no me quedaba tan mal como a la mayoría de las jóvenes que recién habían llegado junto conmigo, por lo que me sentía mucho mejor conmigo misma.

El espejo por donde resolví mirarme era pequeño, apenas si tenía el tamaño de la palma de mi mano. El marco que lo rodeaba era dorado, el cristal detalladamente limpio me imitó a la perfección cuando sonreí al verme. Dos pequeños hoyuelos se hicieron frente entre mis mejillas, terminando por retratar mi imagen. Estaba por guardar nuevamente el pequeño artefacto entre la túnica que llevaba puesta, cuando el paso de la joven de adelante se detuvo bruscamente, haciéndome chocar con su atontado cuerpo.

―Deberías fijarte donde caminas ―increpé con mala gana, fijándome de que el cabello siguiera en su lugar de siempre, oculto ante cualquier mirada.

―Lo... siento ―contestó una tímida voz delante de mí, expectante a que dijera algo más, pero no fue así.

La joven se llamaba Penélope y era, a grandes rasgos, la única a la que realmente conocía más. A pesar de ser mi compañera de cuarto, no nos habíamos llevado tan bien desde el primer momento, donde ambas habíamos tenido una leve discusión sobre quién tomaba la litera de arriba y quien se quedaría con la aburrida litera de abajo.

―¿Por qué te has detenido? ―pregunté guardando mejor mi pequeño tesoro.

―Las demás lo han hecho antes, y no quería chocarme como una estúpida ―ironizó de forma aguda.

La recriminé con la mirada, entendiendo muy bien la broma de mal gusto que me había proferido.

―Estaba distraída ―me disculpé a pesar de que no tenía la razón de hacerlo.

―Sí, lo noté. Si te encuentran el espejo, podrán castigarte.

―No es un delito verse en un espejo.

―Sí lo es de la forma en que tú lo haces ―sonrió mientras tiraba hacia atrás su falda.

La observé de abajo hacia arriba dos veces, esperando encontrarme con su mirada en alguna ocasión.

―¿Y de qué forma lo hago?

―Con demasiada soberbia. Puedo oler tu ego desde aquí ―dijo agarrándose la nariz con el pulgar y el índice en señal de podredumbre.

―¿Crees que eso les importa?

Miré hacia delante, donde todas las jóvenes monjas del monasterio estaban detenidas desde hacía unos minutos en el corredor por donde estábamos yendo hacia nuestras habitaciones, hasta que la Madre Superiora arreglara lo sucedido y encuentre alguna ayuda en el pueblo por culpa de la nieve.

666 Sacrilegios ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora