Prólogo

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"Para abarcarte. Sufro yo a tu costa, 

Dios no existente, pues si Tú existieras 

Existiría yo también de veras."

Miguel de Unamuno, La oración del ateo.

SIGLO XVII

La luna estaba oculta, las ventanas de todos los hogares de pueblo se encontraban cerradas, allí solamente paseaba la maldad encarnada, y había renacido en una dulce monja, según los aldeanos y las mismísimas monjas. En esas fechas, Noruega estaba inundada de fresca y dulce nieve, que hacía olvidar a los pobres aldeanos de la nueva ciudad, bautizada como Belger, de sus preocupaciones matutinas. Era una época donde las brujas eran quemadas en las plazas centrales, los curas violaban sus cuerpos sin vida y los aldeanos se entretenían con aquella demostración tan ignorante sobre la 'fe', un término tan complejo.

Ese día en particular era Halloween, una noche en donde los muertos se levantan de sus propias tumbas para comer a los vivos, o los llevaban a las entrañas del Infierno, donde serían eternamente torturados. Esas noches se acostumbraba a quemar más brujas que todo el año, y esta noche no sería la excepción...

Tabitha se despertó esa misma mañana del último día de octubre con el olor a pan recién horneado; ese era uno de los trabajos de las monjas allí en el monasterio Roseefard donde ella convivía junto a unas cincuenta monjas más, ya que lo vendían a pueblos lejanos.

Tabitha se colocó su hábito, de color gris y negro, luego de haber pasado por el baño, y se dirigió a la cocina para ayudar con las tareas diarias. Hoy tendrían mucho trabajo que hacer si la gente del nuevo pueblo, instalado a los pies de la montaña donde residían, encontraba a una nueva joven a la que culpar de brujería para al fin matarla de las formas más crueles si es que no admitía sus pecados, y si lo hacía, igualmente sufriría, pero su alma sería salvada.

Ya en la cocina, la joven monja de apenas dieciocho años, comenzó a trabajar muy duro con la fabricación de pan para la venta. Ella había entrado en el monasterio hacía cinco inviernos; su familia era muy pobre y había muerto en un incendio en su hogar, muy lejos de allí. Las autoridades la llevaron al monasterio para que se criara hasta que tuviera la mayoría de edad o hasta que alguna familia la adoptara, pero ella decidió quedarse allí, rechazando de todas maneras posibles a las familias que venían a llevarla consigo. Al no tener a nadie ni nada por lo que luchar, vivir allí con las monjas era todo lo que quería y podía desear en toda su miserable vida, por lo que era muy feliz en el monasterio, muy lejos de todo, pero tan cerca del Cielo y el Infierno.

Amasó y volvió a amasar, sin poder creer lo tarde que se estaba haciendo. Las monjas compañeras suyas hablaban muy poco pero rezaban mucho. Estaban atareadas siempre por las mañanas y esa más que nada. La Madre Superiora vino ayudándose de las paredes que la sostenían, parecía que estaba mucho más anciana que el día anterior, pero muchos menos que la mañana siguiente, siempre ocurría lo mismo.

Tabitha la ayudó a entrar a la gran cocina, dejando la masa con la que estaba trabajando a un costado de la mesada. El lugar estaba vacío a excepción de ella, las demás monjas habían decidido ir hacia el pueblo a buscar novedades y alimentos. Muy pocas veces bajaban e interactuaban con los del pueblo, pero era una celebración la que se hacia esa noche y, además, pronto tendrían que cerrar sus puertas ya que el invierno se estaba acercando con más agonía.

—Sigues cocinando, ¿eh Tabitha? —dijo con un hilo de voz la Madre Superiora justo antes de que le agarre un ataque de tos, el invierno afectaba a sus pulmones débiles.

666 Sacrilegios ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora