Capítulo dos.

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El internado St. Louis era un monumento histórico, tanto por las paredes que lo formaban como por los profesores que trabajaban ahí. La edad promedia era de unos ochenta-y-muchos años, aunque algunos parecían rondar el centenar. Era un edificio desmedido y colosal; colosalmente en ruinas también. La pintura de la fachada no podía distinguirse de un blanco, un beige o un amarillo, adornado con varias manchas de humedad y algunos descorchones que dejaban entrever la piedra gris con la que estaba construido, tenía ventanales enormes, con persianas de madera astillada que servían para todo menos para opacar la luz y el suelo estaba engalanado de un césped seco, quemado por el sol y de color medio ocre, el cual hacía años que no vea ni un mísero intento de flor.
Situado en las afueras de la ciudad, rodeado de un pequeño bosque sombrío y una valla más alta que la de cualquier frontera, creaba una atmósfera luctuosa, digna de las mejores películas de Alfred Hitchcock.
Lo que menos transmitía eran ganas de vivir ahí.
Al menos eso pensaba la gente cuando veían el edificio desde fuera. Cuando lo veían por dentro intentaban no tener a mano algo cortante, pues les entraban ganas de sacarse los ojos.

La habitación general del internado, era un espacio común no muy grande pero suficiente para albergar a bastantes personas, tenía las paredes pintadas en azul que en su día se asemejaba al cielo, decorado con un gran panel de dibujos, mapas y horarios de clase. En el extremo derecho había una mesa redonda, que a nadie le extrañaría que hubiese pertenecido al Rey Arturo por lo vieja que era, acompañada de unas doce sillas de madera, en el otro extremo del salón estaba situado un mueble antiguo que ejercía de soporte para una televisión la cual se encontraba bien blindada por una mampara de cristal y tornillos enormemente gruesos, suponían que para evitar que el aparato acabase a trozos como todo lo que estaba ahí dentro.

Dentro de la habitación se ubicaban unos quince chicos, la mayoría sentados en frente del televisor, viendo lo que parecía ser un partido de fútbol, unos pocos estaban sentados en la mesa trabajando en sus estudios, mientras Minho simplemente se dedicaba a mirar a través de uno de los tres ventanales de la sala.

No era una situación extraña, normalmente estaba solo, salvo por dos o tres compañeros, pero a Minho tampoco le importaba la soledad, al contrario, se encontraba cómodo con ella. Siempre había sido un niño retraído, le costaba mucho confiar en los demás. Tal vez fue porque siempre había estado en esa situación.
No conoció a sus padres, cuando tenía siete años murieron y alguien - no sabía quién y para su mala suerte- por lo visto le dejo en la puerta de ese internado. No tenía la certeza de tener algún pariente vivo ya sea cercano o lejano y, pese a estar aclimatado a esa realidad, a veces sentía una especie de nostalgia y melancolía, como si se estuviese perdiendo algo, como si afuera de esas paredes medio en ruinas del internado hubiera alguien esperándolo.

Sonrío sarcástico contra el cristal.

La idea de tener algún familiar después de llevar diez años ahí encerrado se le hacía inverosímil, absurdo y casi ficticio.

Ese día había amanecido gris, como su estado de ánimo, y amenazaba con una tormenta de un momento a otro.
Llevaba casi una hora ahí sentado, inquieto tanto por fuera como por dentro. Suspiró, haciendo que el cristal de la ventana se llanara da vaho. Hoy planeaba hablar con Sooyoung, la directora del lugar, y eso siempre era motivo para que sus nervios se crispasen.

- Hey, ¿Qué haces aquí?.- Una voz a su espalda le hizo salir de su pensamiento. Apartó la vista de la ventana, encontrándose con Key, su mejor y, se podría decir que único amigo. Era cierto que le costaba confiar en las personas, pero si había alguna en la que estaba dispuesto a dejar su propia vida en manos ajenas, ese era Key.

Se conocieron una semana después de que Minho llegara ahí. Key era mayor que él por solo tres meses y se convirtieron en compañeros de habitación después de que una noche el mayor le decolorase el pelo con agua oxigenada y le afeitara las cejas a su anterior compañero , porque según él, había insultado su forma de vestir.
Sí, Key podía ser un poco extravagante, ya que a pesar de que todos los internos de ahí llevaban uniforme, él siempre se las arreglaba par darle un toque personal, ya fuese cortar los pantalones, hacerle bordados a la chaqueta o simplemente llevar zapatos coloridos que eran imposibles pasar desapercibidos con el color fúnebre del uniforme.

Después de medianoche. حيث تعيش القصص. اكتشف الآن