1. Jugaremos una ronda

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—Hola, princesa, ¿quieres un dulce?

—Pero mi mami me ha dicho... que no debo aceptar cosas de desconocidos.

—¿Desconocidos? ¡Pero si soy tu tío Mike!

—¿Mi tío Mike?

—Sí, cariño. ¿Cómo te llamas tú?

—Lucy.

—Bueno, Lucy. —Le tendió una gran paleta—. Tu mami me ha pedido que te llevara a casa.

—¿Mi mami?

—Sí, princesa. Súbete al coche.



.

—Lucy... ¡Lucy! —Andrea gritó a su lado. La teñida pelirroja brincó ante el chillido agudo de su compañera de cuarto—. Entras en dos minutos.

Lucy lo miró. Siempre, antes de pisar la taberna, recordaba aquello que le había pasado de pequeña. Sabiendo que si hubiera sido consciente, hubiera entendido a la perfección que aquello se trataba de un secuestro más... uno de los muchos que no habían terminado en un final feliz. Andrea, Georgina y muchas otras que pasaban sus días complaciendo hombres o siendo camareras, habían pasado por el mismo destino.

Anduvo hacia adelante con la mirada perdida. Las joyas de segunda mano, usadas y sucias, sonaron en sus caderas semi desnudas. La música electrónica terminó de sonar y fue entonces cuando observó a la hermosa y rubia Jennifer siendo rodeada de chiflidos y aplausos. Aquella chiquilla, de no más de dieciocho años, era la favorita y a la que mejor le iba, ya que cuando salía del proscenio, siempre yacía forrada de billetes que le caían del pecho y las pantaletas.

Lucy tuvo envidia por un solo minuto. Tener veinticuatro años ya no la favorecía del todo. Los hombres preferían a las más jóvenes y ella, junto a Andrea, eran las veinteañeras del grupo.

Tal vez la salvaba su experiencia o las clases de danza que había tenido antes, ya que su cuerpo se había torneado y eso, algunas veces, enloquecía a los pervertidos jóvenes.

Respiró con fuerza al saberse siguiente. ¿Cómo opacaría a Jenny? El tío Mike siempre quería lo mejor de lo mejor. Si no daba un buen espectáculo, Lucy sabía que le quitarían el sueldo y aparte, la mandarían a la cocina junto a Carmelita, la cuarentona que no hacía más que guisar y limpiar todo el día.

—Y ahora, amigos míos, para deleitarnos con su hermosura, viene Alexa, la pelirroja de fuego.

Alexa. Vaya que Lucy odiaba ese nombre.

La música árabe comenzó como todas las noches. Lucy respiró mientras intentaba, como siempre, transformarse en esa mujer alabada por su escultural cuerpo. Se contorneó lo mejor que pudo, hizo algunas paradas en el escenario para, como decía Andrea, alimentar al público y luego siguió hacia el tubo de metal que aguardaba en medio de la tarima.

Algunos ya habían sacado unos cuantos billetes mientras ella bailaba y se enrollaba sobre el cilindro para hacer las piruetas y trucos que había aprendido a lo largo de los años. Se sentó, incluso, en algunos regazos, esperando algo de propina extra y, sin mirar a uno solo, regresó cuando supo que la música terminaría.

Escuchó aplausos y chiflidos. Nada en comparación con la anterior, pero sabía que le había ido bien. Mandó un beso de despedida y recogiendo las últimas monedas, salió cuando las luces se apagaron.

Encendió otro cigarrillo aunque el invierno de Alaska se le colara por los huesos. Aquella sensación gélida le hacía olvidar aquello que tanto odiaba hacer. Aborrecía ser Alexa y le enfermaba bailar para los hombres. Anhelaba ser libre, libre como los lobos que aullaban todas las noches junto a su ventana. Y es que eran libres porque eran temidos por los seres humanos al ser grandes y tener esas bocas gigantes que desgarraban todo a su paso. Lo sabía muy bien porque había visto morir a una de sus amigas cuando tenía catorce años.

The wolf freedomWhere stories live. Discover now