Capítulo 15

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Aquella noche permaneciste callado, más pensativo. Me humedeciste unos paños para las quemaduras y los empapaste con un ungüento de plantas que los hacía oler a hospital. Después de la cena te quedaste de pie delante del fregadero, mirando hacia la oscuridad. Tenías el cuerpo tenso, como un cazador al acecho. La luz de la lámpara de aceite te proyectaba sombras sobre la piel. Recogí los platos de la mesa y te los llevé; cuando te volviste, me cogiste de la muñeca y los platos estuvieron a punto de caérseme de las manos.
Hablaba en serio, ¿sabes? —dijiste— Lo que te he dicho hoy... es de verdad. Dale a este sitio una oportunidad, seis meses, por favor. ¿Puedes esperar seis meses?
Me eché hacia atrás y tiré del brazo. Dejé los platos sobre la encimera. En la frente se te formó una arruga profunda que te plegaba la piel formando un desfiladero. Un poco más abajo, tus ojos brillaban azules.
¿Puedes?
Hablabas con aquella intensidad tuya que ya me era familiar, esa seriedad. Te creía, casi. Si hubieses sido cualquier otra persona, no lo habría dudado. Moví la cabeza; no estaba asintiendo, pero tampoco diciendo que no.
Tres meses —dije.

Cuatro. —Hiciste un gesto nervioso con la cara— Pero no vuelvas a intentar escaparte — dijiste—. Sola no, no hasta que pueda llevarte yo. Aún no conoces este lugar.

Te llevaste los platos y antes de abrir el grifo te detuviste a quitarte la venda que aún te cubría la
mano derecha.
Es que... para sobrevivir en esta tierra, debes amarla. Y para eso hace falta tiempo. Ahora
mismo, me necesitas.

Lo sé.

Te quedaste mirándome, tan sorprendido como yo de haber escuchado aquellas palabras. Pero era cierto que te necesitaba, ¿no? Había intentado escapar por mi cuenta y no lo había conseguido.
Suspiraste y te volviste hacia la ventana oscurecida.

Después de cuatro meses, si aún te quieres ir, te llevaré hasta las afueras de una población. Pero no me hagas entrar contigo.

No querría que lo hicieses —dije, aunque enseguida fruncí el ceño. ¿Acaso podía yo obligarte
a hacer algo que no quisieras?
Empezaste a fregar los platos con los hombros caídos. Movías las manos a toda velocidad bajo el agua. Te vi el pulso en el cuello, latiendo rápidamente; una pequeña señal de vida bajo aquella piel ruda y morena. También te vi las pecas, salpicadas por todo el cuello hasta la clavícula.
No tengo por qué entregarte, ¿sabes? —Empecé a hablar casi sin querer— Si eso es lo que te preocupa, no tengo por qué entregarte. Podrías dejarme marchar y desaparecer en el desierto otra vez. Podría decir que no me acuerdo de nada, que tengo una insolación o amnesia o algo así. Ni siquiera recordaré tu nombre.
Me miraste furtivamente a los ojos y los tuyos estaban cargados de tristeza, a punto de rebosar.
****
Aquella noche hizo viento. Desde la cama escuché cómo levantaba granos de arena del suelo y los lanzaba contra la madera y los cristales y me los escupía hacia mí como disparos de una metralleta. O como gotas de lluvia. Si cerraba los ojos casi podía imaginar que era lluvia inglesa acribillando las paredes que me rodeaban como si fuera pleno invierno, saciando la sed de campos y jardines, llenando el Támesis y los canalones de mi casa. Había olvidado lo reconfortante que era el sonido de la lluvia contra las ventanas, lo segura que me hacía sentir.

Aquella noche te habías retirado a tu habitación antes que yo. Habías estado muy callado, creo que desilusionado por mi culpa, porque la pequeña aventura que habías preparado no estaba saliendo como esperabas. Quizá hubieses empezado a arrepentirte o a pensar que habías escogido a la chica equivocada; puede que acabases de caer en la cuenta de que yo era una chica normal y corriente, nadie especial, tan decepcionante como considerabas al resto del mundo. Me di media vuelta y le di un puñetazo a la almohada, frustrada por seguir despierta y por todos aquellos pensamientos.
Entonces te oí chillar; el sonido desgarró el silencio y me hizo dar un salto en la cama. Era un sonido desesperado y animal, como si surgiera de lo más profundo de tu ser. Era lo más alto que había oído en muchos días.
Lo primero que pensé fue que había alguien más en la casa. Que alguien había venido a rescatarme y antes se estaba deshaciendo de ti. Te había clavado un cuchillo en la espalda y en aquel preciso instante lo estaba retorciendo en la herida. Sin embargo, aquélla era una idea estúpida. Nadie llevaría a cabo un rescate de aquel modo más que en las películas. Ciertamente, en el desierto no sería así. Allí, los rescatadores se aproximarían por el aire y nos rodearían de luz y ruido antes de entrar en la casa. Si alguien se estuviera acercando, nos habríamos enterado kilómetros antes de su llegada.
Aun así escuché para ver si oía algún ruido fuera, pasos en el porche. Pero no hubo golpes ni porrazos, nada que sugiriese que allí hubiera alguien. Solamente yo. Solamente tú. Y lo único que oía eran tus gritos. Además de hacer ruidos, chillabas palabras sueltas, aunque no distinguía ninguna. Entretanto, parecía que llorabas. Salí de la cama y agarré el cuchillo. Me acerqué a la puerta caminando sobre los talones, lentamente y sin hacer el menor ruido. Cuando volviste a gritar, giré el pomo y usé el escándalo que estabas haciendo para enmascarar el crujido de la puerta. Salí al pasillo. Allí no se veía ninguna sombra, ninguna persona, aunque se te oía gritar más fuerte, lanzando un eco ronco por toda la casa. Tenías la puerta entreabierta; acerqué la oreja a la ranura y escuché.
Durante varios segundos no hubo más que silencio; quizá durase un minuto o dos. Me pitaban los oídos de tanta quietud. Entonces oí los sollozos. Cada vez más altos y rápidos, hasta que se convirtieron en un lamento desesperado e incontrolado, tal como lloran a veces los niños. Miré a través de la rendija entre la puerta y el quicio, hacia la oscuridad. Algo se agitaba sobre tu cama: tú. Nada más se movía. Empujé la puerta.
¿Ty?
Seguías sollozando; di un paso adelante. Un tenue rayo de luz caía desde la ventana sobre la cama, hacía resplandecer la humedad de tus mejillas. Tenías los ojos cerrados y apretados. Avancé otro paso.
Ty, ¿estás despierto?
Tenías los puños apretados y estabas sobando el jersey arrebujado que usabas como almohada. La sábana había resbalado y te había quedado al descubierto la espalda sobre el colchón desnudo. Estirado como estabas, parecías demasiado grande para la cama. Tenías la espalda larga y recta, larga como el tronco de un árbol; sin embargo, en aquel momento te sacudías como un arbolito joven.
Dejé la puerta abierta de par en par y eché un vistazo alrededor de la habitación. La ventana estaba cerrada y nada daba a entender que allí hubiese entrado alguien más. Fuera cual fuese el motivo de tus gritos, existía en un sueño.
Enterraste la cara en el jersey y los sollozos se apaciguaron un poco. Me quedé mirándote: llorabas como yo cuando acababa de llegar, desesperadamente y en silencio, como si no fueses a parar jamás. Me sentí extraña, la escena casi me hizo llorar una vez más. Dije que no con la cabeza; eras duro y fuerte y peligroso, y todo aquello podía ser una encerrona.
Mientras te miraba te hiciste un ovillo y empezaste a mecerte. Entonces volvieron los gritos, que me atravesaron por dentro. Tanto que tuve que taparme los oídos. Aun así, me acerqué a ti: tenía que hacer que parases. Sin ni siquiera pensar qué estaba haciendo, te cogí por los hombros. Te zarandeé. Tenías la piel húmeda. Caliente. De pronto abriste los ojos, pero al principio no me veías. Veías a otra persona. Me apartaste y retrocediste sobre el colchón hasta chocar contra la pared. Mirabas a un lado y a otro como un loco, intentando centrarte. Entonces empezaste a murmurar palabras y sonidos. «No me llevéis —decías— Por favor, dejadme
Intenté que me miraras, que enfocaras la vista en mí.

Stolen, una carta para mi secuestradorWhere stories live. Discover now