Capítulo 18

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Aquí la lluvia es sagrada —empezaste a decir— Más preciosa que el dinero o las piedras preciosas. La lluvia es vida. Me hiciste presión en las sienes con los dedos y eso me ayudó a mirarte, a mantener los ojos abiertos. —En este país, cuando cae la lluvia —dijiste—se mezcla con la tierra y hace que los ríos se tiñan de rojo. Los lechos de los ríos que llevan meses secos vuelven a la vida y reciben torrentes de agua roja como la sangre, así se forman venas en la arena... y se crea vida. Es como si la tierra volviese a vivir y dejase que esa vida se esparciera sobre todas las cosas.
Sacaste la mano de debajo de la lona y, bajo la lluvia, apretaste la palma contra el suelo. Cuando la volviste a meter bajo la lona, estaba manchada de arcilla roja. Me acariciaste la frente, las mejillas y los labios, y sentí el roce áspero de los granos de arena en la piel y olí el hierro de la tierra, la frescura de la lluvia. No sé cómo, pero me ayudó a mantenerme despierta.
Aquí, cuando cae la lluvia, de debajo de la tierra salen animales que llevan meses, incluso años, sin ser vistos. Las plantas se alzan desde la arena. Las raíces florecen.
Me estabas moviendo los dedos por las mejillas: sentía el tacto de las uñas cortas en la piel, yemas tamborileando como si fueran lluvia para que no me durmiese. La siguiente vez que hablaste, susurrabas. Tenía que esforzarme por oír lo que decías antes de que las palabras se perdiesen en el repiqueteo del chaparrón. —Tenemos una tradición para cuando llueve —dijiste— Las mujeres danzan en la orilla de los ríos rojos y se salpican de agua. Mientras bailan, les cae sangre por entre las piernas; es la sangre de la lluvia y la suya propia. Aquí no solamente sangra la tierra... nosotros también. Bajaste los dedos y me rozaste los labios. Sentí el sabor de la sal y un grano de arena se me coló entre los labios justo antes de que me esparcieras la arcilla roja por el cuello y sobre la clavícula con un masaje. Me cayó una gota de lluvia en la frente que diluyó un poco de la arcilla y me la extendió por la mejilla. Me sentía como los árboles que había visto sangrar cuando me perdí en las dunas: con chorros de savia color rubí cayéndome por la piel. Una vez más se oyó un estruendo distante, como si la tierra se estuviese resquebrajando en algún lugar lejano; como si se estuviera tragando algo. Rápidamente apartaste la mirada de mí y te volviste hacia aquel ruido; echaste un vistazo a las lonas para asegurarte de que todo estaba bien atado.
Verás —dijiste— la lluvia es la forma que tiene el desierto de cambiar. A nuestro alrededor, las plantas crecen, los insectos se reproducen... las cosas vuelven a la vida.
Tu rostro se convirtió en un remolino; seguiste hablando, pero ya no alcanzaba a oír lo que decías. Tenías un par de orugas por labios que se movían incansablemente. Y yo estaba resbalando con la piel pesada e hinchada como la de una larva, mientras un dolor sordo se iba apoderando de todo mi cuerpo. Necesitaba que la lluvia me hiciese revivir a mí también.Entonces me volviste a cargar en la camilla y me tensaste los vendajes y la cuerda. Una punzada de dolor me machacó las entrañas, como si alguien me tuviese cogido el estómago y estuviese retorciéndomelo.
Abre los ojos —decías— Ábrelos.
Tu melena colgaba por encima de mí y algunos mechones goteaban agua que me caía en la nariz. Diste la orden para que la camella se pusiera en pie y ella gruñó como un trueno en señal de protesta. Le diste un golpecito con el palo y sentí una sacudida hacia delante; primero alzó las patas delanteras y después las traseras.
Vamos, señorita —le dijiste.
Aún llovía, pero sólo un poco, y las gotas de lluvia parecían caer de un aspersor veraniego. Abrí la boca y sentí que me caía agua en la lengua y los dientes; creo que en aquel momento el único motivo por el que conseguí salir adelante fue la lluvia. Cada una de las gotas era una especie de remedio que me ayudaba a sanar... y a no perder la conciencia. La lluvia caía y la camella trotaba.
Pasado un tiempo —no sé cuánto— llegamos al coche. Hiciste que la camella se agachara debajo del puñado de árboles que había allí cerca y me desataste. Después la apartaste. Escuché los chirridos y gemidos del motor mientras intentabas arrancar el coche, y también oí quejarse a la camella. Intenté desesperadamente mantener los ojos abiertos. Miré el cielo, que volvía a ser de un gris azulado, y también los árboles; las venas de sangre seguían allí, sobre la corteza, igual que antes. De ellas se alimentaban insectos que se bebían la savia. También yo tenía moscas por todas partes, zumbaban y se movían a sus anchas. Desde allí se olía la humedad de la lluvia recién caída y la tierra mojada, y mientras tanto el coche rugía y gruñía y levantaba arena. Y tú le gritabas a la camella. En algún lugar, se oyó el crujido de una rama.
Volviste a mí con mantas y agua y me hiciste beber. Hablabas sin parar, pero tus palabras no eran más que ruido de fondo, como el viento en la arena o interferencias en la radio. Entonces me cogiste el brazo, me clavaste algo afilado y de pronto sentí que algo me entraba rápidamente en las venas. Después de eso me desperté un poco.
Tenemos que darnos prisa —decías.
Me cogiste en brazos y me llevaste hasta el coche. Estabas manchado de aceite y tierra y sudor, olías a gasolina, pero el motor rugía, expectante. Antes de colocarme dentro del coche, te detuviste un instante.
¿Quieres despedirte? —dijiste.
Chasqueaste la lengua y la camella se acercó; me llevó la enorme cabeza hasta la cara y me olisqueó la mejilla. Ya no llevaba el collar. Tendí la mano y le toqué la nariz de terciopelo, aunque la sensación de aquel tacto tan suave no me llegó del todo a los dedos hasta después de apartarlos de ella.
Ya está —murmuraste.

Stolen, una carta para mi secuestradorWhere stories live. Discover now