3

1.1K 135 6
                                    

Leo no solía comprender las conversaciones de sus compañeros de trabajo, sabía que tenía que relacionarse con ellos para no perderse de la información que se compartían. Buscó a algún conocido con la mirada, en el receso, para sentarse a su lado. Sin ningún tipo de introducción, así lo hizo y se acomodó entre el hombre barbudo, de aquél día en que el pintor desnudo atacó Milán, y un muchacho que debía tener quince años.

—¡El muchacho pálido! ¿Cómo se encuentra? —preguntó con preocupación, al verlo.

—Bien, estoy bien —sonrió Leo, tratando de ocultar el fastidio.

—¿Tiene hambre? —preguntó.

—Sí, estoy famélico —contestó en automático; y lo estaba. La sangre de rata no llenaba ni un poco lo que la humana.

—Pues, estás de buena suerte. La esposa de Fabrizzio ha enviado un banquete para compartir.

—Sí —añadió el que Leo supuso era Fabrizzio—, toma un sándwich de cerdo, jamás probarás uno mejor —comentó alegremente.

—No, gracias, no tengo hambre —respondió con una seductora sonrisa.

Los demás comensales se compartieron miradas de extrañeza. Fue entonces que el hombre barbudo lo enfrentó y le golpeó suavemente el brazo.

—Y, oye, ¿a ti te gusta pintar? Ya sabes, el arte.

La exasperación debía de notarse en el rostro de Leonardo, ya que todos lo observaban con particular interés y expectación. Trató de relajar el gesto, para no sobresalir tanto.

—No, no es de mi preferencia —por supuesto que podía defenderse con un pincel, pero no era un artista.

El hombre asintió, masticando. La incomodidad era palpable, pero Leo no sabía cómo hablar fluidamente con aquellos brutos. Todos se miraban cómplices, como si hubieran sabido un genial secreto que él ignoraba.

Uno de los presentes, de ojos claros y cabello entrando en canas, carraspeó, cortando la tensión.

—Todos se enteraron de la huelga, ¿verdad? El sindicato dejó muy en claro que es inamovible.

Aquél comentario inició un debate político, pero Leo no comprendía ni aquello que parecía ser básico y obvio para los demás. Si algo sabía, era que preguntando se llegaba a Roma.

—Disculpen, ¿quién es el sindicato? —intentó. Algunos lo observaron ofendidos y otros asintieron con la cabeza.

—Exacto, compañero, ¿quién es el sindicato? ¿Quién es el que nos está dando órdenes con la excusa de protegernos de nuestros empleadores? —bramó, palmeando la espalda de Leonardo, el hombre barbudo.

—Enzo, no es una sola persona, ¡serás terco! Es una organización, ellos velan por nosotros, por nuestros derechos. Si han decidido que una huelga hay que hacer, pues hay que hacerla —exclamó un hombre al cual Leo no conocía.

Después de la discusión caliente, cada uno volvió a su puesto de trabajo un poco más enojado con los otros, pero en buenos términos. Leonardo se reacomodó el cabello largo en una coleta y volvió a su puesto, con las palabras de los demás trabajadores dando vueltas en su cabeza.

Esa madrugada, volvió a casa, meditabundo y analítico. Le resultaba brillante la idea de un organismo para defender a un grupo social. Por la ventana de su choza, observaba el balcón de su madre, cuya silueta podía adivinar, detrás de las cortinas. No era justo que ellos no pudieran ser quienes eran en el mundo, ni que a los pocos que descubrían los persiguieran con estacas. Con una nueva determinación, se puso de pie y cerró todas las aberturas de la casucha. Se dijo que le demostraría a su madre que era mucho más valioso que Tomasso o cualquier otro de los familiares que ella hubiera creado.

A la noche siguiente, Elisa lo mandó a llamar, antes de que saliera hacia el trabajo. Cuando entró, vio que lo esperaba con una copa repleta en la mesa auxiliar.

—He visto que te esfuerzas, Leonardo. Tómate la copa, es un regalo de tu madre.

Leo se acercó con cautela y dio un sorbo largo a la bebida.

—Está un poco lavada —juzgó, ocultando su desagrado.

—Te esfuerzas, pero tus familiares siguen haciendo desastre. Hasta que los controles, te convidaré fluido rebajado con agua —sonrió con maldad—. Necesito que lleves esto a los clanes —indicó, entregando una carpeta— y que les digas que no cederé territorio. Que no tenga muchos familiares no quiere decir que permita el acceso de cualquiera. Se terminante, por favor, que no te intimiden. Puedes tomar uno de los trajes del ático, ahí están todas tus viejas cosas que Tomasso no quiso.

Hizo un ademán de fastidio y lo despachó fuera de su habitación. Leo subió al ático esperando reencontrarse con pocas de sus amadas pertenencias, pero para su sorpresa, casi todas estaban ahí. Abrió el viejo placar que su madre guardaba en el ático, para esos objetos que deseaba conservar, pero no utilizar jamás. Encontró el mejor de sus trajes y se lo calzó, disfrutando de la familiaridad en la que lo envolvía aquella exquisita tela, a la cual él estaba tan acostumbrado.

Llegó a la puerta de Alfa Romeo y cruzó la entrada. Una mujer corpulenta lo detuvo por el brazo y le susurró "Tiene mucho talento, señor. Soy una fan". Leo no se detuvo a descifrar el críptico mensaje, pues tenía una misión. En realidad, dos: la primera, no perder su empleo y avisar que tenía que realizar una diligencia importantísima; en segundo, entregar los documentos.

Habló con su jefe, que como siempre, no levantó los ojos de sus papeles, y marchó raudo hacia el centro de reuniones de los clanes. Lo malo de no ser un vampiro de primera categoría, en la jerarquía vampírica, era que no podía transformarse en murciélago con ropa incluida. Y bien le habría gustado, pues no era cierto que corría a la velocidad de la luz —aunque sí mucho más rápido que un humano—, y las juntas de aquellos señores eran extremadamente puntuales.

Llegó a duras penas, por supuesto, sin un jadeo, mas su brillante cabello negro estaba un poco despeinado. La mesa era una enorme medialuna de madera noble. En el centro, sentado en una gran silla dorada, con terciopelo rojo, se encontraba sentado el Señor de los vampiros italianos. El más antiguo, y de mejor estirpe, de la comunidad nacional. Nadie cazaba, oraba, seducía, ni protegía a los nocturnos como Marco Pietro.

Realizó una inclinación ante los cinco hombres que representaban las grandes familias, y ante la leyenda, por supuesto. La silla vacía era para su madre, única mujer del grupo y quién detestaba las reuniones. Velozmente, entregó la carpeta y se sentó en el puesto de Elisa.

—Bien —comenzó Marco—, estamos aquí para rever lo que ya tenemos en claro, pero sólo queremos refrescarlo. Primero, las familias con menos territorio deben cederlo —todos los presentes miraron a Leonardo.

—Elisa me ha enviado con el mensaje de que no aceptará tal regla. Las razones se encuentran en parte del documento que le fue entregado, Lord —respondió inclinando la cabeza y sabiendo que, de sudar, habría sido un mar de agua helada.

—Esa mujer testaruda —bufó el aludido—. Le llevarás los nuevos mapas delimitados por mi propia mano —exclamó, a lo que Leo asintió, nervioso—. Es la única negándose a esta petición. Y le dirás que venga a la próxima reunión. En segundo lugar, y más importante, hay familiares causando estragos, esto puede ser una grieta en nuestra seguridad. Los humanos no deben saber de nosotros, hay que reestablecer medidas para mantenernos en secreto.

Los ojos de Leonardo se iluminaron. Se dijo que demostraría su valor, que averiguaría más sobre el sindicato y cómo funcionaba, y protegería a su pueblo, pensando fuera de la caja. Los vampiros eran increíbles, pero no demasiado creativos, pensó. Siempre se habían mantenido en secreto, cuando eran más fuertes, veloces, capaces inteligentes y atractivos que los humanos. Tenía que cambiar aquella anticuada tendencia, y lo haría, porque había aprendido cosas de los mortales, desde que se codeaba con ellos. Se hubiera palmeado la espalda por su extrema humildad, que le permitía aprender incluso de los seres simples e inferiores.

La junta continuó entre discusiones y propuestas en lo que al sigilo respectaba, pero Leo no acotó —de todas formas, siempre que hablaba, nadie parecía escucharlo—, sino que anotó todo lo que los señores decían, con la excusa de llevarle un informe detallado de la junta a su madre. Ya verían todos, se dijo, como Leonardo Capitani salvaba a la comunidad nocturna de sí misma.

Lord VampiroWhere stories live. Discover now