Todos los días un poco

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Charlie llegó a casa de los Cullen loco de felicidad, y yo también estuve tan feliz que no me importó abrazarlo un rato largo, pese a que tuve que contener el aliento y recitar mentalmente la tabla del doce para no acercar mi rostro más de lo prudente a su cuello. En verdad me alegraba de estar de regreso, y de estar a su lado. No me había dado cuenta de cuánto me importaba Charlie, ni de lo mucho que él parecía necesitarme a mí.

La misma tarde del domingo regresé a casa, tras una larga despedida y muchas promesas de volver a visitar a los Cullen. Junto conmigo iba una enorme maleta repleta de ropa, que Alice insistió que llevara conmigo. Lo hice, aunque sin intenciones de usar ninguno de esos vestidos ni zapatos de tacón que había visto en el ropero-habitación y que Alice sin duda había empacado para mí.

Charlie estuvo muy pendiente de mí toda la noche, hasta que anuncié que me iba a dormir. Para guardar las apariencias, Carlisle me había prescripto tranquilizantes que Charlie se apresuró a comprar en la farmacia local, y le dije que iba a tomar uno, ya que temía tener pesadillas.

Tras cambiarme a un indecente pijama escotado, rosado y con florcitas, el único que tenía, ya que mi querido viejo conjunto de camiseta y pantalón viejísimos había desaparecido misteriosamente, me metí al fin en mi cama a tratar de distraerme. Pero antes que tuviese mucho tiempo de pensar en nada, menos de volver a atormentarme con recuerdos horribles, unos golpecitos contra el cristal de la ventana me distrajeron.

-¿Bella? ¿Puedo entrar?

Hubiese reconocido ese cabello cobrizo en cualquier lado, y la aterciopelada voz, ni hablar. Me levanté un salto y abrí del todo la ventana, que estaba entornada, como de costumbre, para que me llegara aire fresco. Edward saltó dentro con agilidad felina, aterrizando sobre sus manos y pies sin casi hacer ruido. Los dos escuchamos con toda atención, pero Charlie seguía roncando en su dormitorio, sin enterarse de nada.

Edward se incorporó con una sonrisa deslumbrante, irradiando autosatisfacción.

-Vine a ver cómo estabas -me dijo en voz baja, mucho más serio-. Sé que no puedes tener pesadillas, pero me preocupó que te asaltaran malos recuerdos si te quedabas mucho tiempo sola... Pero ya me voy, no quiero molestar.

-No molestas -le aseguré, sin saber qué más añadir-. ...me gusta que estés aquí.

-A mí me gusta tu nuevo pijama -respondió él con una sonrisita torcida, mi favorita.

-No fue idea mía -gruñí, tironeando un poco de uno de los volados-. Pero no puedo encontrar el otro.

-Alice -dijimos los dos a la vez. Él, sonriente; yo, en un gruñido.

De pronto me percaté lo insólito de la situación: era de noche, estábamos en mi dormitorio, Edward había saltado hasta mi habitación para verme, yo vestía solo ese tenue pijama rosado... No me sentía, ni tenía intenciones de sentirme, una damisela en apuros, pero no podía evitar estar un poco nerviosa.

-¿Qué sueles hacer durante la noche? -me preguntó Edward con curiosidad-. Teniendo a tu padre en la misma casa, sin poder hacer ruido...

-No gran cosa -me encogí de hombros-. Suelo quedarme acostada y fingir que duermo.

-Duerme, entonces -me dijo Edward en voz baja, acercándose para acariciarme el rostro con suavidad-. Duerme y descansa. Mañana te espera un largo día en clases.

-No quiero irme a dormir -protesté, entrecerrando los ojos ante sus suaves dedos recorriendo mis pómulos-. Me aburro. Y... tengo un poco de miedo de quedarme sola -añadí, admitiendo por fin en voz alta y hasta a mí misma lo que sentía.

-No estás sola, Bella -sopló más que habló Edward, sus dos manos trazando los rasgos de mi cara con ternura-. Estoy aquí.

-Quédate -le pedí, siguiendo un impulso repentino.

El jardín de senderos que se bifurcanWhere stories live. Discover now