1. Voz

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Sangre. Sangre. ¿Qué hay más hermoso que la sangre? Nada. No hay nada.

La sangre bañaba por completo su pálida y áspera piel. Los cuerpos inertes y amontonados de sus secuestradores se desangraban a su alrededor mientras los órganos, sueltos por el suelo, se congelaban bajo el gélido manto del invierno.

Controlada por una fuerza que ni ella misma podía explicar, por una sed indescriptible, Verónica observó con una descontrolada hambre al hombre que se arrastraba entre agonías y lamentos, propios de alguien cercano a la muerte. El susodicho, con el estómago abierto, se arrastraba por la nieve intentando escapar de la muerte, que extendía sus brazos y sonreía, dichosa de que una nueva alma se encaminara hacia ella.

La niña, de escasos cinco años, sonrió extasiada, llena, al observar el panorama que ella misma había provocado.

Los cuerpos amontonados, formando una pila de cadáveres, comenzaron a moverse cuando una sombra se posó sobre ellos. Y mientras la Muerte recibía gustosa las almas que le habían proporcionado, Verónica observó con el placer bañando sus sentidos la figura demoniaca que se alzaba sobre la montaña de cadáveres.

El demonio era muy parecido a ella. Tanto, que no sabía si se trataba de su propio reflejo o de un ser creado por su imaginación.

—¿Te arrepientes?

Verónica miró la sangre de sus manos y negó con la cabeza. ¿Por qué tendría que arrepentirse? Alguien que pudiese sentir culpa no habría degollado a sus víctimas hasta llegar a decapitarlas. No. Alguien como ella, corrompida por el diablo, no poseía esa cualidad tan propia de los de su especie.

—¿Por qué debería? —El demonio sonrió—. Eran ellos o yo.

—Sois tan peculiares los humanos. Me llamo... —comenzó a decir antes de ser interrumpido por unos gritos del fondo del bosque—. Ya vienen a por ti, niña.

—Deben ser mis padres.

La naturalidad con la que Verónica se acercó a sus progenitores, caminando entre los cadáveres, sorprendió gratamente al demonio. Y a pesar de no quedarse a ver el final de todo, pues debía volver a su confinamiento dentro de la mente de la niña, sabía que tarde o temprano acogería entre sus brazos la naturaleza que ambas compartían.

Verónica abrazó a su madre en cuanto llegó a ella.

—No vuelvas a hablar con ella. Ignórala —murmuró su progenitora, estrechándola entre sus brazos—. Cuando más consciente seas de su existencia, más fuerte se hará.

La niña miró de refilón a su padre y asintió con la cabeza al mismo tiempo que lo hacía él. Todos ellos, incluidos los muertos, se desvanecieron. Y Verónica volvió a la realidad a la que pertenecía junto a la pitón de tonos verdosos que la esperaba en la cama de su habitación.

Las reinas del Infierno (Saga Scarlet #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora