Lluvia de castigo (Parte 3)

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En los días siguientes el mundo estaba en plena ebullición de noticias. Yo iba a mi trabajo y volvía, por todas partes no se hablaba de otra cosa. Los gobiernos al unísono se apresuraron a emitir comunicados tranquilizadores, intentado evitar que el pánico se extendiese en una deriva hacia el terror. Decían básicamente que se trataba de un extrañísimo fenómeno meteorológico en estudio, similar a esas lluvias de piedras o pequeños animales que han quedado recogidas en la historia. Pero por la red numerosos grupos de investigadores independientes ya lo estaban desmintiendo. Y en diferentes partes del mundo, llegaban a dos conclusiones idénticas: los huesos caían desde una altura de cuatro kilómetros, sin importar el punto geográfico donde se recogiese el dato. Estos no caían sólo desde las nubes —como parecían afirmar los gobiernos—, sino que aparecían de la nada, a pleno cielo descubierto, como vomitados por bocas invisibles, pero siempre desde esa línea de los cuatro kilómetros. La segunda conclusión es que las pruebas revelaban que la antigüedad de los huesos en ningún caso era inferior al millón de años.

Por todo el globo se estaban produciendo grandes movimientos sociales, de carácter religioso en especial. Las epifanías y mensajes apocalípticos se sucedían. Las comunas beatíficas vieron crecer el número de sus integrantes de forma espectacular: lo dejaban todo y se iban a los campos a orar, a cantar la Buena Nueva, la segunda llegada del Mesías. Otros grupúsculos sectarios se conformaron de la noche a la mañana, como setas venenosas tras una lluvia tóxica; y ya comenzaban a crear disturbios e incluso casos de suicidio ritual colectivo. Además, la frecuencia de caída de los huesos, lejos de disminuir, estaba aumentando. Era evidente hasta a simple vista; Esther y yo pudimos ver desde la ventana de nuestro salón —que daba al parque y, por lo tanto, permitía una amplia vista sin edificios— caer no menos de tres o cuatro. Nos envolvía una terrible, macabra fascinación: ¿era esto el preludio de nuestra muerte?, ¿el fin de la humanidad?

—Tengo... tengo miedo, Juan —tartamudeó, mientras miraba al exterior—. Toda esta situación me tiene... descolocada. No sé qué pensar, no sé si el mundo se ha trastornado por completo. No sé qué será de nosotros...

—Yo también estoy asustado, cariño —Le cogí la mano—. Todos estamos igual; nadie sabe por qué está ocurriendo esto ni entendemos qué puede significar. Debemos tener paciencia y esperar a que se resuelva, sea lo que sea.

Esther negaba con la cabeza, como resistiéndose a mis bienintencionados pero evidentes intentos de transmitirle tranquilidad. Yo la conocía bien, no era una de esas personas que se dejan persuadir con facilidad, que incluso parecen estar deseándolo. Y nunca le gustó que la tratasen como a una niña pequeña.

—Creo que Dios nos está castigando.

Cuando las cosas pierden sentido, o son duras de asimilar, Dios aparece por la puerta.

—¡Venga ya, Esther! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Es que tú y yo nos merecemos que nos bombardee con huesos humanos? ¿Qué hemos hecho tan terrible, que no puedo recordar? Aparte de trabajar como cabrones, pagar impuestos y no saltarnos las leyes... ¿tan malos somos? Y los niños, los enfermos, la gente normal que sólo cometen el pecado de querer vivir en paz un día más... ¿también se lo merecen? —Me crucé de brazos, esperando alguna respuesta racional.

—No nos castiga como individuos, sino como especie... Tal vez sólo quiera abrirnos los ojos, que despertemos de una vez.

—Ah, vale... entonces es que es indiscriminado; lo sabe todo de todos pero no diferencia a nadie. Vaya, Esther, pues siento decir que tu Dios no se aleja demasiado de cualquier terrorista, según parece.

Me lanzó una mirada de hierro antes de responderme.

—Juan, haz el favor de no blasfemar con tanta facilidad. Tú sabes perfectamente lo que quiero decir; no tergiverses para atacar gratuitamente.

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