Lluvia de castigo(Parte 4)

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Durante la semana, los hechos se precipitaron día a día, con creciente velocidad, como una bola de nieve echada a rodar ladera abajo. El mundo se convulsionaba con noticias extraordinarias que se habían vuelto cotidianas. Ahora lo normal era asomarse a la ventana y ver caer, cada pocos minutos, algunos huesos aquí y allá; su frecuencia seguía aumentando progresivamente, sin diferencias significativas en ningún lugar del mundo. Aunque sí se había detectado un incremento considerable en las grandes zonas urbanas respecto a las más despobladas.

Los gobiernos se unieron a la corriente de los investigadores de la red, a su línea de información —como si nunca antes la hubiesen desprestigiado con mil artimañas—. Afirmaron que los huesos eran humanos, y que el más reciente de los estudiados databa de unos cien mil años atrás. Se habían creado unidades especiales del ejército dedicadas a la recogida de estos restos. En los primeros momentos pudimos verlos clasificándolos en bolsas, escribiendo datos en ellas; pero ante la magnitud de la tarea y la creciente intensidad de la lluvia, pronto se limitaron a limpiar las calles con la mayor celeridad posible, como si de un cuerpo de barrenderos forenses se tratase. Ya se contaban por centenares los muertos debido a impactos de hueso a lo largo y ancho del planeta. Desde los medios se recomendaban medidas de protección para salir a la calle, y pronto los cascos y paraguas reforzados fueron una prenda de vestir más. El mundo vibraba, aguantaba la respiración, sobrecogido en un estupefacto estado de shock.

Esther lo llevaba cada vez peor, no podía asimilar la deriva que los acontecimientos estaban tomando. Se estaba desquiciando, y sería injusto culpabilizarla por ello. Desde mi opresión, yo intentaba mantener un mínimo de equilibrio y cordura, una pequeña luz de esperanza en que la lluvia cesase de una vez y que el mundo volviese a ser el horror que ya conocíamos, no esta aberrante, nueva pesadilla. Aunque lo cierto es que mis ideas no podían ser más negras y depresivas.

Tras la cena, que apenas tocó, Esther volvió a su verborrea neurótica. Se estaba desesperando en la búsqueda de un sentido, en descifrar el mensaje que Dios nos enviaba desde el cielo. Yo empezaba a pensar que, tal vez, no hubiese ningún sentido tras el fenómeno.

—¿Te das cuenta? —comenzó Esther, mientras recolocaba la mesa—. Nos está arrojando huesos desde el pasado más remoto para acercarse poco a poco a nuestro tiempo. ¿Qué quiere decir eso? ¿Nos está reprochando el que hayamos olvidado a nuestros muertos, a todos los que sufrieron para que hoy estemos aquí? ¿O será un castigo por enterrar tantos crímenes en el olvido, y seguir cometiéndolos de la misma manera, como si no aprendiésemos nada de ellos?

—¿Qué importa, Esther? —le contesté—. ¿Qué importa que sea por una u otra razón por la que nos castiga así? Ya ha matado a cientos, y no parece que le sean suficientes.

—Pero, tal vez si descubrimos justo lo que quiere de nosotros y comenzamos a actuar así, detenga esta lluvia de muerte. Cuando le demostremos que hemos aprendido la lección al fin.

—¿Cómo actuará Él si no descubrimos la respuesta a su retorcida adivinanza? ¿Pretende convertir el mundo en un cementerio silencioso, cubierto de huesos? Vaya un Dios vengativo que tienes, no sé ni cómo puedes creer en Él.

Esther obvió mi envenenado reproche.

—No, yo no lo veo así, Juan. Él es nuestro Padre, y actúa como tal, siendo incluso duro cuando es preciso serlo. Nos dio la libertad y mira lo que hemos hecho con ella... Tal vez haya llegado el momento de recibir nuestro correctivo, sin el cual es seguro que acabaríamos cayendo en el abismo de nuestra autodestrucción.

—No existe locura que no encuentre su justificación —casi suspiré.

—¿Me estás llamando loca? —preguntó, con los brazos en jarras.

Me pasé la mano por la cara, como si me la quisiera borrar, antes de contestar.

—No, cariño. Sólo digo que hasta la más disparatada creencia tiende a revestirse de una justificación pseudo-lógica que la permita presentarse en público con aspecto racional, aunque en esencia sea un completo sin sentido.

—Puedes pensar lo que quieras... —Desvió la mirada hacia la lluvia intermitente del exterior.

—O sea... que tú verías normal, por ejemplo, que yo castigase a mi hijo golpeándole hasta matarlo, aunque supiese desde sus primeras lágrimas que él no entendía por qué lo castigaba, ¿no? ¿Así piensas?

—Una vez más, tergiversas, atacas, sin querer comprender —suspiró, alisándose la blusa—... Está bien, Juan. Ha sido un día duro, me voy a la cama. Buenas noches —dijo, sin mirarme, cruzando la puerta.

—Buenas noches, pronto iré yo también —solté, casi como una frase hecha.

Sé lo que a ella le hubiese gustado, lo que esperaba de mí, como casi todas las mujeres: que me anticipase a sus deseos y actuase conforme a ellos, sin una sola palabra, sin preguntas, como prueba definitiva del conocimiento de su alma y mi amor por ella. ¿Cómo no conocer este viejo juego teatral y sus reglas? Ella esperaba mi comprensión, un mayor acercamiento a su credo, que rezásemos juntos por el fin de la pesadilla. Dios sería una mujer si existiese, estoy seguro. Lo siento, Esther, nunca tuve vocación de actor, de interpretar un papel en las antípodas de mis ideas y sentimientos. Siento haberte defraudado. A mí también me hubiese gustado que comprendieses la absoluta desolación de quien no tiene dónde agarrarse.

Me quedé a oscuras en el salón observando por la ventana el caer de los huesos, recortándose contra las estrellas.

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