Primera parte: El coronel

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Sentado en una silla de caña guadua, el coronel Naún Lamar observaba con una mueca de fastidio y profunda indignación el campo de preparación militar. Aquellos entrenamientos le estaban dejando un mal sabor de boca.

Estaba a cargo del batallón de la provincia del Oro, pero no era algo que le reportara orgullo. Algunos de los conscriptos a los que tenía que evaluar ni siquiera podían subir una simple cuerda, y eso que la soga tenía nudos en todo el largo para facilitarles la tarea. ¡Pero ni aún así! Eran unos incompetentes. Tenía unas profundas ganas de darles unos cuantos latigazos para motivarlos, pero malditos sean los derechos humanos, no podía hacerlo.

Soltó un suspiro cargado de hastío. ¿Cómo demonios se había denigrado tanto el ejército? De la vieja escuela en la que se formó ya no quedaba nada. Anhelaba los días en que el acuartelamiento era cosa de machos, y no de nenas de barba y bigotes en ciernes. En donde los fuertes reinaban y los débiles eran relegados al ostracismo mientras duraba el año de cuartel. Si las cosas continuaban así, no le sorprendería que su próximo grupo a entrenar fueran mujeres.

—¡Con un demonio, Martínez! ¡Suba esa maldita cuerda, yaaaa! —gritó el coronel perdiendo la paciencia.

Recordó sus inicios de conscripto, cuando el primer día su superior a cargo los dejó a él y a sus compañeros en plena selva amazónica, a merced de incontables peligros y de las bestias que por ahí pululaban. Debían regresar a la base por sus propios medios, era su primer reto del día.

Algunos de sus amigos empezaron a quebrarse de inmediato. Asquerosos pusilánimes. Él era el líder de su brigada, nadie iba a rendirse bajo su mando; por eso, después de amenazar con lanzarlos a una zanja que oportunamente apareció en su trayecto, decidieron continuar.

Ocultó su decepción. En el fondo quería que sus subordinados le dieran batalla, que lo enfrentaran. Así podría alegar que la caída de alguno de ellos fue un... accidente. ¿En defensa propia, tal vez?

Absorbió una larga bocanada de aire. No sabía de dónde provenía aquella hambre asesina. Pero algo sí sabía: lo hacía sentir vivo y poderoso.

Miró a Martínez a punto de alcanzar la cúspide de la cuerda. ¡Por fin! Sin embargo, lo que ocurrió después le causó más satisfacción, una retorcida satisfacción.

El inútil de Martínez se cayó sin lograr su objetivo. El ruido que emitió el cuerpo al estrellarse contra el suelo fue seco. Un costal de papas cayendo desde más de tres metros. O más bien, un costal de huesos cayendo desde más de tres metros. Pobre infeliz, sacudió la cabeza el oficial, con seguridad su caída destrozó su escuálida humanidad.

—¡Aaaaah! —El aullido de dolor del soldado no se hizo esperar.

El coronel frunció el ceño en gesto despectivo. Martínez parecía uno de esos gusanos verdes que viven en las mazorcas de maíz, que al ser separados de su cálido hogar, comienzan a retorcerse desesperados. Al menos a ellos no se les oía gritar.

—¡Levántese Martínez, que no es para tanto!

El cabo Ramírez acudió a socorrer al caído.

—¡Mi coronel! Martínez se ha dislocado el hombro —señaló, al notar un bulto que sobresalía en el área afectada.

El aludido dirigió la vista al cabo y a los otros miembros del pelotón que rodeaban al soldado accidentado.

—¿Y por esa tontería grita? —interrogó el coronel irritado—. Se nota que nunca ha estado en una guerra. ¡Perder una pierna a causa de una granada, eso es dolor! —Se quitó la prótesis de su pierna izquierda dejando a la vista la ausencia de esta—. Levántese. ¡Ahora!

Tras los pasos de Elai ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora