II: Exilio injusto.

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El día de mi (nuestro) cumpleaños había llegado. Además, como a partir de este día Decembris sería el planeta más fuerte durante los siguientes 31 días, se celebraba otra fiesta aparte en los cementerios. No todos tienen el don de la muerte, pero eso no significaba que no pudiesen ir al maravilloso lugar donde descansaban los difuntos.

En Decembris, los cumpleaños se pueden celebrar, cómo no, en el lugar mencionado antes, excepto los días uno y treinta y uno, en los que tienes que ir a un pabellón conocido por la excesiva violencia. Si alguien hereda ese don, se rumorea que ahí no lo pueden controlar y todo el caos se desata.

Me encontraba en casa de Menta. Ambos hablamos largo y tendido sobre el destierro. Si uno de nosotros fuese mandado al planeta Tierra, el otro se sentiría un poco vacío por dentro. Como si nos arrancasen algo. También hablamos sobre Augustus y Cassie. A Menta la situación le dio pena, pero dijo que en ese momento ya no le daba tanta. A mí, en cambio, me dolía aún más. Era como si hubiésemos creado unos lazos invisibles e irrompibles que, al estar muy tenso, provocaba tristeza.

Entrelacé mis propias manos y miré a Menta. Su pelo, igual de negro que el mío, estaba apartado hacia un lado. Llevaba una chaqueta de chándal porque según ella, hacía frío. Yo es que en esos momentos sentía un calor inmenso, y eso que llevaba manga corta.

—Quiero ir al planeta Tierra cuanto antes.

—Pero, Damian... Hoy va a ser muy difícil.

—¡Necesito encontrarle! —le dije, haciendo algo muy impropio de mí; llorar—. Yo... No sé qué me pasa.

—Damian... Estás llorando negro.

Por eso, lloré aún más. Es como si la muerte llorase, llenando las ciudades y los pueblos de agua negra. Supongo que en aquel entonces me daba igual. La oportunidad de bajar hoy se había esfumado como un fantasma.

Menta se apoyó en mi hombro, acariciándome por detrás para que me calmase, con una cara de pena porque no sabía qué hacer por mí. Decidí que lo mejor era intentar calmarme, y con mis manos aún entrelazadas, llevé mis pulgares al inicio de la nariz y me sequé la cara.

No volvimos a hablar, cosa que agradecí. Quizá Menta quería saber qué poder tenía, pero me sentía tan mal tras haber llorado, que lo notó y prefirió levantarse e irse de su propio cuarto.

Escuché voces dentro de mi cabeza que no me ayudaban a mejorar en absoluto. Eran tantas, que hasta que no pegué un grito interno, no cesaron. De vuelta a la calma, y justo a tiempo porque Menta ya había vuelto, me fui para ver a mi padre e ir juntos al pabellón.

Papá nada más verme me abrazó, diciendo que tuviese el don que tuviese sería siendo un orgullo tenerme como hijo. También mencionó a mamá, que en paz descanse. Murió al darme a luz, pero papá siempre me hizo saber lo importante que fue. Ella tuvo un don único en su familia, que nadie ajeno a ella tenía. Era hija única, así que se arriesgó a perder la herencia familiar al casarse con alguien que tenía un don común.

En los doce planetas hay tres clasificaciones para los dones; el normal, el especial y el único. El especial surge cuando no lo has heredado de tus padres y nadie de tu familia lo tiene. El único solo una familia por dones existentes en todo el planeta, dos a lo máximo. Y el normal es hereditario, por lo que es un don que casi todos tienen.

Mi madre podía revivir a los muertos, aunque solo (y solo es mucho) a once, y a costa de un fragmento de su alma. No era recomendable hacerlo más de dos veces. Mi madre nunca lo hizo, pero mi bisabuelo sí, y acabó loco.

Saga meses del año I: El libro de agosto. #EWAWo Geschichten leben. Entdecke jetzt